Una de la noticia más comentada en los últimos días es la conversión de Santa Sofía en mezquita. Como todos saben, el edificio fue construido en el s. VI como iglesia, convirtiéndose desde su inauguración en el más importante de la Iglesia Bizantina. Desde 1453 fue mezquita, hasta que en 1935, bajo Atatürk, se reabrió como museo. Este estatuto se mantuvo justo hasta el día de hoy, en que vuelve a ser mezquita por resolución del presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan.
Esta decisión ha generado múltiples reacciones en el ámbito cristiano, entre las que destaca la del papa Francisco, que el 12 de julio se declaró «muy afligido». También se manifestaron contrarios el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, y el Metropolitano Hilarión del Patriarcado Ecuménico de Moscú.
Pienso que una de las cuestiones, no menores, que surgen de esta controversia es la difícil relación del islam con el poder. Es cierto que muchos han comparado la situación de Santa Sofía con la de la catedral de Córdoba en España, que fue una de las principales mezquitas musulmanas y que desde el s. XIII es una iglesia. Hasta el día de hoy este edificio se estudia en cualquier libro de historia del arte con justicia como una obra antológica del arte musulmán. Lo que no reparan algunos es que en este caso la decisión de dedicar el edificio al culto musulmán procede de la autoridad civil, y por cierto, de un país que presume de ser el más laicista en el islam, y además en pleno siglo XXI.
En nuestra cultura cualquiera criticaría que un primer ministro le dijera a la Conferencia Episcopal qué debe hacer con sus edificios, y la Iglesia se muestra muy celosa de su independencia del poder civil. Ciertamente no siempre se ha vivido así, y el cesaropapismo y la hierocracia en sus diversas formas han sido dos tentaciones en la que han caído no pocos cristianos. Pero en una institución con dos milenios de historia, no nos podemos extrañar que hayan surgido errores prácticos.
Es un hecho que la separación entra la Iglesia y el Estado es un patrimonio de la Iglesia Católica vivido en casi toda la historia, mientras que el islam, después de 1400 años de la muerte de Mahoma, solo se siente cómodo si está unido al Estado, hasta el punto de que el presidente del país más laicista es el que decide si un edificio se debe dedicar al culto musulmán.
Fue el Señor el que dijo que debemos dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (cf. Lc 20, 25). Esta exigencia del Señor constituye en sí mismo un reto para los cristianos, el de santificar las estructuras temporales no por la imposición de la autoridad, sino por nuestro testimonio y nuestra actuación en la sociedad.