Artículo publicado en La Crónica Digital de Guadalajara (España) y otros medios en agosto de 2008.
Es sabido que la Iglesia se reconoce portadora de verdades anteriores a ella, que considera innegociables porque se sabe administradora, no dueña, de su doctrina.
Parece que una institución que tenga pretensiones de verdades absolutas no tiene lugar en una democracia. Al menos así lo afirma Gregorio Peces-Barba en un reciente artículo publicado el 15 de agosto en el diario El País.
El lector se puede sorprender al saber que el reconocimiento de verdades absolutas forma parte de la doctrina de los derechos humanos, una de las bases de cualquier sistema democrático contemporáneo. En efecto, en la primera línea de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 se apunta que los derechos humanos encuentran su fundamento en “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” (Preámbulo, Considerando 1º). La dignidad humana no debe ser concedida por los Estados, debe ser reconocida, lo cual implica una verdad absoluta sobre la dignidad humana que los gobiernos, incluidos los más democráticos del mundo, no pueden ignorar porque es anterior a la potestad que los ciudadanos le han dado.
Se debe señalar la coincidencia con el planteamiento de la Iglesia. Así el Concilio Vaticano II afirmó que “la raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano” (Const. Past. Gaudium et Spes, 41). Esta doctrina no la ha inventado la Ilustración en el siglo XVIII, porque la Iglesia la ha proclamado desde mucho antes: Benedicto XVI habló hace unos meses en la Asamblea General de las Naciones Unidas de los derechos humanos y pudo citar a un autor del siglo V como es San Agustín de Hipona (discurso de 18 de abril de 2008).
Nada que ver con la afirmación de Peces-Barba: “La Iglesia reclama un derecho de veto frente al contrato social, a los acuerdos de las mayorías, y la idea de soberanía popular”. No, la Iglesia no reclama un derecho de veto, lo reclama la dignidad humana. Un Estado democrático no podría legislar en contra de la dignidad humana.
El propio Peces-Barba también proclama verdades absolutas en su artículo: afirma, por ejemplo, que “no podemos olvidar las bases de nuestra convivencia, la tolerancia, la libertad, la igualdad, el respeto a la conciencia individual, el pacto social, el constitucionalismo, la separación de poderes o los derechos humanos”. Afirma ocho verdades absolutas anteriores a nuestra convivencia, aunque nos debería explicar quién le ha dado autoridad para ello, por qué él sí puede citar verdades absolutas sin que se le acuse de imponer dogmatismos.
El reconocimiento de verdades absolutas, anteriores al Estado, es garantía para los hombres. Los regímenes que no las han reconocido han dejado un reguero de asesinatos y crímenes de toda clase. Yo me sentiría realmente inseguro si en España no se reconociera la dignidad de todos los hombres como verdad absoluta. ¿Quién hubiera garantizado que algún día el legislador aprobara que no tenemos derecho a la integridad física? Si el Estado, en una resolución firme y legal, decretara que se me debe amputar el brazo derecho, ¿en qué me fundamento para impedirlo, si no existe un concepto de dignidad humana tan absoluto que ni siquiera el legislador puede alterar?
El ejemplo del brazo puede parecer fantasioso. Pero en el artículo de Peces-Barba se leen ejemplos más escalofriantes: este autor no tiene reparos en afirmar que se puede legislar sobre “la forma de acabar las vidas indignas (sic)”. Yo creo en la dignidad de toda vida humana, y afortunadamente la Declaración Universal de los Derechos Humanos también proclama la “dignidad intrínseca (...) de todos los miembros de la familia humana” (Preámbulo). Esperemos que Peces-Barba y quienes le siguen adviertan esta verdad absoluta antes de que sea demasiado tarde.