El Preámbulo de la Constitución de la Unión Europea no sólo es un texto importante, repleto de interés jurídico y político, sino trascendental, en cuanto prefigura y proporciona sentido a todo el articulado. Ya conocemos un borrador de ese Preámbulo y se han alzado las primeras voces contra la ambigüedad que lo inspira. Mencionar «las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa» no es partir de una «invocación a Dios», según se consigna en las Constituciones de distintas naciones.
Los Preámbulos de las leyes deben ser redactados con especial cuidado ya que sirven de guía a los intérpretes. En ellos se condensa, en pocas líneas, lo que el legislador quiere regular. Un buen Preámbulo reduce las dudas y las incertidumbres que frecuentemente generan los documentos normativos. Cosa distinta es que el Preámbulo, como tal, contenga reglas directamente aplicables.
Esta valoración del Preámbulo de las leyes gana muchos puntos al tratarse de leyes constitucionales. La Constitución no es una simple norma jurídica, sino una norma jurídico-política. Quiero con esto indicar que el intérprete de ella ha de utilizar unos criterios que sean fieles a la voluntad del constituyente, la cual ha quedado manifestada en el Preámbulo. Por ejemplo, en la Constitución Española de 1978, leemos: «La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de:...»
Esa voluntad de la Nación española es la que, como pórtico, define el edificio.
En la época en que yo estudiaba en París, a principios de los años cincuenta, se debatía bastante sobre el Preámbulo de la Constitución francesa de 1946. Algunos pretendían encontrar en los párrafos iniciales del texto la «Constitución social», reivindicada por Maurice Hauriou como más importante que la «Constitución política». Mi maestro Georges Vedel nos enseñaba que con el Preámbulo «se podía introducir un cierto orden en el caos», mientras que otros profesores ilustres afirmaban que «el Preámbulo tiene una importancia capital para determinar la naturaleza y la inspiración del régimen», al ser «la expresión de la conciencia colectiva de la Nación en un momento dado», o, también, «la expresión de las ideas sobre las que la mayor parte de los espíritus están de acuerdo» (R. Pelloux).
¿Están de acuerdo los europeos del siglo XXI en la eliminación del Cristianismo como un componente esencial de la herencia que les hace ser lo que son? ¿Tenemos que aceptar que los franceses, con su Estado laico en solitario, se impongan a las organizaciones aconfesionales (pero no laicas) y expulsen la «invocación a Dios» del modo de convivir europeo?
Se me contestará, y con razón, que en el Preámbulo de la vigente Constitución Española no se incluyó la palabra «Dios». Pero tal omisión se explica por las especiales circunstancias en las que se elaboró el documento. Arrancábamos entonces de un largo período de Estado confesional, con el recuerdo inmediato de las desviaciones políticas y excesos del mismo. El futuro Estado debía ser aconfesional, sin religión oficial alguna, pero con el reconocimiento de la relevancia de la Iglesia Católica, expresamente mencionada (art. 16.3 CE).
Distintas son las circunstancias en que se está configurando la Unión Europea. Y no podemos olvidar que en la reciente Constitución de Polonia, de 1997, se rememora a Dios como «fuente de la verdad, la justicia, el bien y la belleza», siendo también significativo que el Preámbulo de la Constitución federal de la Confederación suiza, en la última versión de 1999, comience con estas palabras: «En el nombre de Dios Todopoderoso, el pueblo y los cantones suizos...»
Fuera de Europa, la invocación a Dios aparece en las Constituciones de Canadá, en las de la mayoría de las naciones iberoamericanas (Perú, Paraguay, Panamá, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Ecuador, Costa Rica, Colombia, Brasil, Argentina), sin ser una excepción la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, de 1999: «El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la protección de Dios...».
La Constitución de Irlanda, de 1 de julio de 1937, es un caso singular, ya que se establece allí la República «en el nombre de la Santísima Trinidad». La Constitución italiana dedica su artículo 7 a la Iglesia Católica. Y dado el protagonismo de Alemania en la escena mundial hay que recordar las palabras con que se inicia el Preámbulo de la Ley Fundamental de 1949: «Consciente el pueblo alemán de su responsabilidad ante Dios y los hombres...»
Falta la invocación a Dios en el proyecto de Preámbulo de la Constitución de la Unión Europea y el Cristianismo, que es un ingrediente esencial de nuestra historia, se diluye en esa vaga expresión de «herencias religiosas».
¿Qué reacción tendrían hoy todos los que, desde altas posiciones intelectuales, han definido a Europa como el resultado de la civilización griega, de la romana y del espíritu cristiano? En la misma Francia resuenan todavía las bellas palabras de Paul Valéry: «Yo consideraría como europeos a todos los pueblos que en el transcurso de la Historia han experimentado tres influencias: Roma, el Cristianismo y antes Grecia». Hijo de Roma, cristiano, heredero de Grecia, «tales creo que son -concluye el escritor galo- las tres condiciones esenciales que me parecen definen al verdadero europeo».
Hace pocos días, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Dalmacio Negro Pavón hizo una completa disertación sobre: «Lo que Europa debe al Cristianismo». Hasta diecinueve ideas de origen cristiano se consideraron para caracterizar la civilización europea. Y es que la identidad de Europa se apoya en una historia, en la que el Cristianismo ocupa un lugar preeminente.
El Preámbulo elaborado por la cúpula de la Convención Europea tiene afirmaciones bellas y de gran calado político. Oportuno y conveniente resulta siempre proclamar el respeto a la razón, el respeto al derecho y la solidaridad en el mundo. Pero ese Preámbulo, que tiene validez ecuménica, se proyecta sobre una realidad incompletamente definida.
El Preámbulo tendrá trascendencia en el conjunto de las normas constitucionales. Debe ayudarnos en la interpretación de las mismas. Pero este Preámbulo sin la invocación a Dios olvida la esencial trascendencia del ser humano, el cual, como nos enseñaba Zubiri, está constitutivamente religado. «No es que, de un lado, haya existencia humana, y, de otro, Dios, y que luego se tienda el puente por el cual resulta ser Dios quien hace que haya existencia». El análisis certero es más radical: la religación se entiende con Dios dando fundamento a la existencia humana.
Un preámbulo sin la invocación a Dios y enmascarando la aportación del Cristianismo para lo que es Europa, necesita una revisión a fondo. El presente pórtico no es adecuado para el gran edificio.
Manuel Jiménez de Parga es Presidente del Tribunal Constitucional (España).
Publicado en ABC (Madrid), 7 de junio de 2003