Alocución de 23-1-1992 (AAS, 85 (1993), pp. 140-143).
1. Es siempre para mí motivo de complacencia y de alegría este encuentro con vosotros, ilustres miembros del Tribunal de la Rota, porque me ofrece la ocasión propicia para manifestar a tan importante Institución de la Iglesia Romana mi consideración y mi gratitud, juntamente con mis cordiales augurios en el comienzo del nuevo año judicial.
Doy las gracias, en primer lugar, a monseñor Decano por las palabras que me ha dirigido y siento la alegría de confirmar las palabras con las que ha concluido, porque su elevación al episcopado ha querido ser verdaderamente además de un acto de estima y gratitud respecto a él, un testimonio de aprecio hacia el secular y glorioso Tribunal de la Rota Romana.
2. La rápida alusión que acaba de hacer el mismo monseñor Decano a las alteraciones repentinas y casi inesperadas, que han tenido lugar en estos últimos años, en el mundo entero, y en particular en la Europa en la que vivimos, tiene que inducir necesariamente a una reflexión sobre algunos aspectos que, en una visión global de la vida actual de la Iglesia, interesan directamente a la actividad y al «munus specificum» del Tribunal Apostólico de la Rota Romana.
Indudablemente la solicitud que es propia del ministerio universal del Sucesor de Pedro, se extiende a todos los problemas eclesiales que dichas contingencias plantean: ésta, por ejemplo, ha sido la razón que me ha impulsado a convocar, en el pasado mes de noviembre, la especial Asamblea del Sínodo de los Obispos con la tarea de abordar los problemas planteados a la Iglesia por los cambios producidos en el continente europeo. No se ha buscado otra finalidad en otros más o menos recientes encuentros con los obispos de determinadas regiones.
Mi atención y la de los hermanos en el episcopado ha querido ser siempre un puntual y profundo examen de las situaciones actuales, también y sobre todo con la perspectiva del futuro, para buscar aquellos remedios pastorales que, fundados en la certeza de la fuerza sanadora y vivificadora de la Redención efectuada por Cristo Señor, ha parecido que ofrecían una respuesta idónea y eficaz a las apremiantes necesidades espirituales.
3. En esta búsqueda, como es norma en la ininterrumpida tradición de la Iglesia y en la incesante labor de esta Sede Apostólica, se enfrentan siempre, por una parte, las supremas exigencias de la ley de Dios, que no se puede omitir y es inmutable, confirmada y perfeccionada por la revelación cristiana y, por otra, las cambiantes condiciones de la Humanidad, sus particulares necesidades, sus más acusadas debilidades.
No se trata, evidentemente, de adaptar la norma divina o sin más, de plegarla al capricho del hombre, porque ello significaría la negación misma de aquella y la degradación de éste; se trata, más bien, de comprender al hombre de hoy, de ponerlo en su justo contraste; con las permanentes exigencias de la ley divina, de señalarle la forma más idónea para él de adaptarse a la misma. Es todo lo que, por ejemplo, está haciendo, ahora, la Iglesia con la participación de toda la comunidad -obispos, presbíteros, laicos, institutos culturales, teólogos- mediante el nuevo catecismo católico, cuya intención es presentar el rostro de Cristo a la inteligencia, el corazón, a las expectativas, a las ansias de la Humanidad, en vísperas de asomarse con temblor al umbral del año 2000.
En este compromiso y fascinante esfuerzo de adaptación se coloca también el ordenamiento canónico, formando éste parte, mejor dicho expresando visiblemente por su misma naturaleza el alma interior de aquella sociedad, externa en un tiempo pero siempre místicamente sobrenatural, que es la Iglesia. Así en el campo del derecho, partiendo de la realidad de hoy y con perspectivas de esperanza para el futuro, se ha ido elaborando la revisión del Código canónico, que yo mismo he tenido la alegría de promulgar.
Dicho texto, sin embargo, dejaría de ser el instrumento que debe ser la misión salvífica de la Iglesia, si aquellos a los que concierne, no se preocuparan, con diligencia, de su aplicación. «Las leyes canónicas -afirmaba yo en la Constitución promulgadora del Código- por su misma naturaleza exigen la observancia», por lo que «hay que aspirar con toda claridad a que la nueva legislación canónica se convierta en instrumento eficaz, con cuyo auxilio la Iglesia pueda perfeccionarse así misma según el espíritu del Concilio Vaticano II, y cada vez se encuentre en mejores condiciones de realizar su misión salvífica en este mundo».
4. La aplicación de la ley canónica implica, mejor dicho, presupone su correcta interpretación, y aquí se inserta y se coloca la función principal del Dicasterio Rotal.
Es conocido por todos que la interpretación judicial -en virtud del canon 16, párrafo 3- no tiene valor de ley y obliga exclusivamente a las personas o concierne a las cosas para las que la sentencia ha sido pronunciada; pero no por esto la obra del juez es menos importante o menos esencial. Si la actividad de juzgar consiste en conseguir que la ley penetre en la realidad, y por tanto en materializar concretamente la voluntad de la norma abstracta -aun cuando limitadamente a los casos vistos en juicios-, no se puede negar la delicadeza de la función intermediaria que el juez está llamado a llevar acabo entre el ordenamiento y los sujetos al mismo sometidos. La abstracta majestad de la ley -incluso la canónica- se convertiría en un valor desarraigado de la realidad concreta en la que existe y actúa el hombre en general, y el fiel en especial, si la norma misma no estuviera relacionada con el hombre para el que ha sido establecida.
Ya desde este punto de vista más general se comprende perfectamente la tarea vital que a vosotros, jueces rotales, está reservada. Pero hay algo más particular y específico que os concierne, por ser vosotros miembros de un Tribunal Apostólico, y como tales llamados a desarrollar un papel específico en aquella relación, a la que acabo de aludir, de la Iglesia con el mundo de hoy.
Una vez más y justamente en el ámbito de la interpretación de la ley canónica, particularmente donde se presentan o parecen existir «lagunas de la ley», el nuevo Código -al explicar en el canon 19 lo que podía ser deducible incluso del homólogo canon 20 del anterior texto legislativo- plantea con claridad el principio según el cual, entre las otras fuentes supletorias, está la jurisprudencia y praxis de la Curia Romana.
Si posteriormente restringimos el significado de dicha expresión a las causas de nulidad de matrimonio, resulta evidente que, en el plano del derecho sustantivo, es decir de mérito, por jurisprudencia debe entenderse, en el caso, exclusivamente la procedente del Tribunal de la Rota Romana. En este marco, pues, debe entenderse también lo que afirma la Constitución «Pastor Bonus», donde atribuye a la misma Rota cometidos tales para los que ésta «vela por la unidad de la jurisprudencia y, mediante sentencias propias, presta auxilio a los tribunales inferiores» (artículo 126).
5. Dos exigencias, pues, se imponen a vuestro específico oficio: la de salvaguardar la inmutabilidad de la ley divina y la estabilidad de la norma canónica y, al mismo tiempo, la de tutelar y defenderla dignidad del hombre.
Ha sido justamente la continua atención al respeto y a la tutela de las exigencias del hombre de hoy la que ha inspirado al legislador canónico en la revisión del Código, modificando instituciones no acordes con la cultura actual e introduciendo otras que garantizan derechos imprescindibles e irrenunciables. Baste pensar aquí en toda la nueva legislación canónica sobre las personas en la Iglesia y, en particular, sobre los «christifideles»; como también en la reforma del derecho procesal, organizado en un conjunto de normas más ágiles y más claras y, sobre todo, más atentas al obligado respeto por la dignidad humana.
Por otra parte, ha sido la jurisprudencia de este Tribunal la que, a pesar de moverse dentro de límites inalterables de la ley divino-natural, ha sabido prevenir y anticipar instituciones canónicas en materia, por ejemplo, de derecho matrimonial, con posterioridad definitivamente consagradas en el vigente Código. Esto no hubiera sido posible si la investigación, la atención, la sensibilidad mostrada sobre la realidad «hombre» no hubiera guiado e iluminado la obra jurisprudencial de la Rota, con el auxilio naturalmente y con la recíproca influencia de la ciencia canónica y, al mismo tiempo, de las disciplinas humanistas basadas en una correcta antropología filosófica y teológica.
De esta forma, también mediante vuestro específico trabajo, la Iglesia muestra al mundo, juntamente con su rostro de ministra de redención, también el de maestra de humanidad.
Pidiendo, pues, a Dios luz y fuerza para cada uno en tan difícil cometido, de corazón imparto a todos vosotros -jueces, oficiales y abogados- la Bendición Apostólica, como prenda de su omnisciente y omnipotente asistencia.