Es conocido el sistema español de reconocimiento de la eficacia civil de las sentencias canónicas de los Tribunales eclesiásticos en materia matrimonial por parte del Estado, que se encuentra regulado en el Convenio sobre asuntos jurídicos entre el Estado Español y la Santa Sede del 3 de enero de1979. Sucintamente, no se trata de un reconocimiento automático -como es lógico-, sino que se procede a un reconocimiento por parte de los Tribunales civiles. Se trata de un sistema similar al que hay en diversos Estados: es más, el sistema español ha servido de modelo en otros países.
Pero, con todas sus bondades, no puede ser perfecto. Parece inevitable que surjan dudas en su aplicación; y una de las más importantes es precisamente la del papel que juegan los Tribunales de lo civil en el reconocimiento de las sentencias canónicas. Con los años, la jurisprudencia se va asentando al respecto. Pero no deja de llegar a soluciones cuanto menos incómodas para los destinatarios últimos de las leyes y de las sentencias, es decir, las partes en litigio. Esto queda claro en la sentencia de 27 de junio de 2002, que comentamos ahora.
El Tribunal Supremo juzgaba en este caso, por recurso de casación, la posibilidad de proceder al reconocimiento de eficacia civil de una sentencia canónica firme dictada por el Tribunal Eclesiástico de Madrid-Alcalá, de fecha 28 de diciembre de 1989, por la que se declara la nulidad del matrimonio contraído por Julio L. C., y María G. de V. En todas las instancias anteriores se había fallado en contra del reconocimiento, basándose en que no se cumplen los requisitos del artículo 954 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre reconocimiento de eficacia civil de las sentencias dictadas por Tribunales extranjeros, pues se incumple el requisito de que la sentencia no se haya dictado en rebeldía. En el derecho procesal canónico el concepto equivalente es el de ausencia.
El Tribunal Supremo desestima el recurso de casación, en la línea de los demás Tribunales que antes vieron la causa, por el mismo motivo. Y es que -argumenta el Alto Tribunal- “en el presente caso la parte ahora recurrida, en el proceso canónico, estuvo ausente-rebelde, como se desprende del parágrafo 9 de la sentencia del Tribunal eclesiástico, de fecha 18 Dic. 1989, cuando en él se dice: «la esposa no compareció en ningún momento del proceso», frase tajante que no puede ser desvirtuada por la ritual o de estilo plasmada en el encabezamiento de la misma, que afirma, «sometida ella a la jurisdicción del Tribunal» --se refiere a la esposa--, y si esa declaración se proclamó contra su voluntad (por no haber sido citada o emplazada en forma) o por afán propio (por principios ideológicos o por conveniencia), significaría, siempre y en todos los casos, que la resolución canónica que recaiga en el mismo no la puede afectar a efectos civiles, puesto que la misma fue dictada el rebeldía. Ya que en el primer caso -no voluntariedad- le debe amparar el principio de tutela judicial efectiva del art. 24 de la CE; y en el segundo -voluntariedad- le ampara el principio, que ya se dijo que iba a ser la tesis rectora en el estudio de este motivo, la de la libertad religiosa establecida en el art. 16 de dicho Texto, y sobre todo el de la aconfesionalidad del Estado. Ya que podrá estar de acuerdo una persona en someterse a una contienda judicial matrimonial dentro del cauce procesal canónico, y así atenerse a todas las consecuencias que se deriven de la resolución que se dicte. Pero lo que no se puede es obligar a nadie a que se atenga a las consecuencias de una resolución canónica, cuando voluntariamente no quiere someterse al proceso canónico matrimonial de la que la misma es consecuencia, ya sea por sus convicciones o, incluso, por su interés.”
Es obvio que no se puede proceder a un reconocimiento automático de las sentencias canónicas, como reconoce el Tribunal Supremo, y como está asentado desde hace tiempo en la doctrina canónica. Pero pienso que tampoco se deberían considerar a los Tribunales eclesiásticos como tribunales extranjeros sin más, porque no lo son. Piénsese, en el caso presente, que para ambas partes comparecer ante el Tribunal eclesiástico de Madrid-Alcalá les era bien fácil. No son necesarios grandes desplazamientos, ni siquiera tienen la dificultad de traducir los documentos o las declaraciones. Como se ve, no es la misma situación que el reconocimiento de una sentencia procedente de un Tribunal de un país lejano, en el que quizá para la parte demandada la defensa le es muy difícil, si no imposible en la práctica. En efecto, la razón de que no se admitan el reconocimiento de las sentencias extranjeras dictadas en rebeldía estriba, como recoge el mismo Tribunal Supremo en la larga cita ya recogida, es el principio de tutela judicial efectiva, es decir, la posibilidad de que las dos partes -particularmente la demandada- pueda defenderse, según las exigencias del artículo 24 de la Constitución española. Y por ello, en el caso de las sentencias eclesiásticas, los Tribunales de lo civil deberían examinar, más que denegar sin más, los motivos por los que se ha juzgado en rebeldía o ausencia.
En el Código de derecho canónico está garantizado el principio de tutela efectiva (canon 221). Los Tribunales eclesiásticos suelen ser muy celosos de que esto se lleve a la práctica: facilitan incluso, en caso de que sea necesaria, la asistencia judicial gratuita, también en causas matrimoniales, de lo cual ya podrían tomar ejemplo los Tribunales civiles. En cualquier fase del proceso la parte ausente puede personarse. Aunque una parte esté ausente, se establece que haya una parte procesal encargada por el derecho de defender el vínculo matrimonial; y además la sentencia nunca adquiere el efecto de cosa juzgada, lo que facilita que en cualquier momento se pueda reabrir la causa, para lo cual se prevén incluso procesos, aunque estos sean excepcionales. Pocos ordenamientos jurídicos -quizá ninguno- pueden presumir de ofrecer tantas garantías para la legítima defensa judicial como el canónico, especialmente en causas matrimoniales.
No se quiere decir con esto que no haya que revisar las sentencias matrimoniales canónicas, sino que no se debe dar por supuesto necesariamente que si se dicta en ausencia haya habido indefensión para la parte demandada. Se debería más bien examinar caso por caso. Como se ve, al menos en el ejemplo, la parte demandada tenía bien fácil defenderse, si hubiera querido.
Tampoco se comprende que se deniegue la eficacia civil de la sentencia canónica porque la parte demandada no quiere responder a la demanda: ciertamente está en juego la libertad religiosa de los ciudadanos, pero hay que tener en cuenta que la parte demandada ya reconoció la jurisdicción de la Iglesia para su matrimonio al aceptar prestar el consentimiento en forma canónica. Lo cual no hace a uno católico -existen matrimonios de católicos con no católicos-, ni tampoco implica que uno esté de acuerdo con la doctrina de la Iglesia en todo: simplemente reconoce que la Iglesia tiene potestad -jurisdicción, por lo tanto- para examinar lo que se refiere a su matrimonio. Y es que en este punto se toca un tema importante en lo que se refiere al reconocimiento del matrimonio canónico por parte del Estado: desde que el Estado y la Santa Sede firmaron el vigente Acuerdo que regula la materia, se alertó que había una dificultad de interpretación, y es si se reconoce el matrimonio canónico, o simplemente se reconoce la forma canónica de contraer matrimonio. Hay defensores de ambas posturas, con argumentos más o menos bien elaborados, pero los tribunales, en sentencias como la presente, han tomado partido por reconocer únicamente la forma canónica de contraer matrimonio, pues reservan la competencia de regular el matrimonio mismo al Estado. Y quizá esta postura podría ser revisada.
Piénsese que, al menos para la parte actora, la causa canónica matrimonial no es una cuestión banal, es una cuestión de conciencia: en otro caso no acudiría al Tribunal eclesiástico. Y si sabe que después de un proceso canónico que le resuelve su duda, que es de conciencia nada menos, no le valdrá de nada para los efectos de orden civil, cuanto menos se desanima. De modo que al asentar esta postura en los Tribunales civiles españoles, lo que se dificulta es la libertad de conciencia de los ciudadanos, los cuales en ciertas ocasiones deberán emprender dos procesos matrimoniales, no uno. Esta es la base, a mi juicio, del reconocimiento civil de las sentencias canónicas: facilitar a los ciudadanos con dudas de conciencia sobre la validez de su matrimonio la resolución de dicha duda, evitándoles dos procesos, como deben hacer en los Estados en que no existe este reconocimiento.
Y es que -como parece reconocer el Tribunal supremo en esta sentencia, cuando alude a que la parte demandada puede no haber comparecido simplemente por su conveniencia- la parte que se quiere oponer a la acción de nulidad, con el actual sistema, lo que tiene que hacer es lo más sencillo y cómodo: simplemente no comparecer. De este modo nunca podrá ejecutarse, en cuanto a los efectos civiles, la posible sentencia de nulidad de su matrimonio. Y no parece que la intención del Tribunal supremo sea la de poner más dificultades a los españoles que pretenden solventar sus dudas de conciencia.
Por lo tanto, pienso que sería deseable una revisión de la doctrina asentada en la jurisprudencia española, de modo que se tengan en cuenta también los legítimos intereses de las partes que, por razones de conciencia, acuden a los Tribunales eclesiásticos en las causas matrimoniales.