El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ha hecho público un manifiesto sobre “Constitución, laicidad y educación para la ciudadanía”. Parece ser el inicio de una campaña.
Comienza alabando la Constitución de 1978 porque “estuvo presidida por la voluntad de consenso, concordia y generosidad de todas las fuerzas políticas llamadas a representar a los ciudadanos”. Es verdad, la Constitución de 1978 fue un éxito bastante logrado de integración y es el marco básico de nuestra convivencia.
Las grandes cuestiones de Estado deberían ser tratadas siempre con ese mismo espíritu de consenso. Lamentablemente, el gobierno no ha sido muy fiel a esta inspiración en temas bastante graves. Hace poco más de un año, por ejemplo, ha alterado la forma de la familia sin buscar el consenso general, sino recurriendo al intercambio de favores políticos para sacar adelante su ley. Los demás hemos podido quejarnos, pero no participar en un asunto que nos afecta tan gravemente. Esto va contra el sentido mismo de la Democracia. Aparte de que la solución impuesta no respeta lo que dice la Constitución.
Ahora se presenta una reflexión sobre la laicidad. Y los presagios son parecidos. Da la impresión de que una parte se dispone a imponer sus ideas a todos. Llevan años preparando argumentos para convencerse de que la constitución española es laicista y que es necesario desarrollar el laicismo de Estado. Pero la Constitución española no es laicista. Y, si hay algo que desarrollar en la Constitución, habrá que hacerlo con el mismo espíritu de consenso general con el que se hizo.
El punto de partida de la argumentación es: “los fundamentalismos monoteístas o religiosos siembran fronteras entre los ciudadanos. La laicidad es el espacio de Integración”. Pero esto es un sofisma peligroso. El espacio de integración de la Democracia española no es la laicidad, sino la Constitución. Y en España, caben todas las religiones y todas las formas de pensar que la respeten. Si cambiamos la Constitución por la laicidad, alteramos la base natural de la democracia y de la convivencia españolas. Y si dejamos que laicidad se convierta en el criterio básico, caemos en el pensamiento único impuesto y gestionado por una minoría, que se convierte, sin que nadie le haya dado ese encargo, en la detentadora de la pureza democrática, excluyendo a todos los demás.
Después se añade que “sin laicidad… serían delitos civiles algunas libertades como la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, … y dejarían de ser delitos el maltrato a la mujer, la ablación...”. Pero es la Constitución establecida por consenso y no la “laicidad” de una minoría la que ha fijado los derechos y libertades fundamentales que deben ser protegidos. La laicidad es una noción negativa, que no tiene contenido positivo. Cada uno le pone el que quiere y puede ser más arbitraria que la peor religión. Stalin y Mao fueron convencidos laicistas. El manifiesto anda tan despistado sobre los valores que le parece tan criminal maltratar a una mujer como defender el derecho a nacer.
Por último, el manifiesto dice que el Estado se basa en el “mínimo común ético constitucionalmente consagrado” y que esto es lo que se debe enseñar obligatoriamente. Pero esto es otro sofisma. Lo que se votó y aprobó no fue un mínimo común ético, sino una Constitución con un texto consensuado que es el que es. El acuerdo constitucional se hizo sobre un texto, no sobre sus fundamentos morales, que eran distintos en cada uno, y, para la mayoría, cristianos. Nadie puede ahora, sin un nuevo y sincero consenso general, quedarse con la exclusiva de la ética nacional.
Si un grupo de pensadores socialistas se siente llamado a elaborar una ética común y a predicarla, está en su derecho. La historia demuestra la ingenuidad de esos experimentos ilustrados y su escasa relevancia social. Las éticas inventadas nunca han sido capaces de controlar los impulsos reales de las vísceras humanas: ni en el terreno de la codicia, ni en el de la violencia, ni en el del sexo, ni en de la bebida. Pero, en todo caso, eso no es la Constitución. Ni se pueden sustituir las bases morales de los españoles por esa elucubración.
Pero, además, hay una sangrante paradoja. Porque, si alguien ha trastocado los valores morales o el mínimo ético de la Constitución española, ha sido el partido en el gobierno y sin el consenso general. La Constitución protegía la vida sin restricciones, y, sin consenso general, forzaron una sangrante “despenalización” del aborto (que no es un derecho constitucional). Y, recientemente, sin consenso general, han alterado la composición de la familia. Es evidente que ese “mínimo común ético” no procede de la Constitución, sino que refleja la opinión, el capricho o el nivel moral de una minoría.
Se entiende, que, por motivos históricos, muchos pensadores del PSOE tengan manía a la religión cristiana. Pero tienen que tener un pensamiento de Estado, y acostumbrarse a actuar con sensibilidad democrática. Eso necesita el convencimiento de que las demás formas de pensar tienen razones que aportar y su lugar en la democracia. Si no, con una ética mínima, sustituyen el espíritu de la Constitución del 78 por otros malos y viejos espíritus que sería mejor superar definitivamente.
Publicado en La Gaceta de los Negocios (Madrid), 20 de diciembre de 2006