Alocución de 28 de enero de 1994 (AAS, 86 (1994), pp. 947-952)
1. Le estoy sinceramente agradecido, monseñor Decano, por los nobles sentimientos expresados en nombre de todos los presentes. Saludo cordialmente, al mismo tiempo que a usted, al Colegio de los Prelados Auditores, a los oficiales y a todos los que prestan su labor en el Tribunal de la Rota Romana, como también a los componentes del Estudio Rotal y a los abogados rotales. ¡Vayan a todos mis más fervientes deseos de todo bien en el Señor!
Un particular augurio de sereno y provechoso trabajo deseo, además, dirigir personalmente a monseñor Decano, que recientemente ha asumido el honor y la carga de la dirección del Tribunal, sucediendo a monseñor Ernest Fiore, a quien recuerdo con afecto. Que la Madre del Buen Consejo, Trono de la Sabiduría, le ayude todos los días en el cumplimiento de su importante servicio eclesial.
2. He escuchado con vivo interés las profundas reflexiones hechas por y sobre las raíces humanas y evangélicas que alimentan la actividad del Tribunal y alientan su compromiso al servicio de la justicia. Diversos serían los temas merecedores de ser recuperados y desarrollados. Pero la específica referencia que usted ha hecho a la reciente encíclica Veritatis splendor me induce a detenerme esta mañana con vosotros sobre la interesante relación que existe entre el esplendor de la verdad y el de la justicia. Como participación en la verdad, también la justicia posee un esplendor propio, capaz de evocar en el sujeto una respuesta libre, no meramente externa, sino surgida de la intimidad de la conciencia.
Ya mi gran predecesor Pío XII, dirigiéndose a la Rota, autorizadamente advertía: «El mundo tiene necesidad de la verdad que es justicia, y de aquella justicia que es verdad» (AAS 1942, 34, 342). Justicia de Dios y ley de Dios son el reflejo de la vida divina. Pero también la justicia humana debe esforzarse por reflejar la verdad, participando de su esplendor: «quandoque iustitia veritas vocatur» (a veces la justicia se denomina verdad), recuerda Santo Tomás (II-IIae, q. 58, art. 4 ad 1) viendo el motivo de ello en la exigencia que la justicia plantea de ser actualizada según la recta razón, es decir, según la verdad.
Es legítimo, por tanto, hablar del «esplendor de la justicia» y también del «esplendor de la ley»: objetivo de todo ordenamiento jurídico, en efecto, es el servicio de la verdad, «único fundamento sólido sobre el que puede gobernarse la vida personal, conyugal y social» (Alocución a la Rota Romana de 1990). Es obligado, pues, que las leyes humanas aspiren a reflejar en sí el esplendor de la verdad. Obviamente, esto es válido también en la aplicación concreta de las mismas, que está también confiada a agentes humanos.
El amor por la verdad tiene que traducirse necesariamente en amor por la justicia y en el consiguiente compromiso de establecer la verdad en las relaciones en el seno de la sociedad humana; tampoco puede faltar por parte de los súbditos el amor por la ley y por el sistema judicial, que representan el esfuerzo humano por ofrecer normas concretas en la resolución de los casos prácticos.
3. Es necesario, por ello, que todos los que, en la Iglesia, administran la justicia, lleguen, gracias al constante coloquio con Dios en la oración, a vislumbrar su belleza. Esto los dispondrá, entre otras cosas, a apreciar la riqueza de verdad del nuevo Código de Derecho Canónico, reconociendo su fuente inspiradora en el Concilio Vaticano II, cuyas directrices no tienen otra finalidad que la de promover la comunión vital de todos los fieles con Cristo y con los hermanos.
La ley eclesiástica se preocupa de proteger los derechos de cada uno en el contexto de los deberes de todos hacia el bien común. Al respecto, observa el Catecismo de la Iglesia católica: «...la justicia respecto a los hombres dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humana la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común» (n. 1807).
Cuando los pastores y los ministros de la justicia animan a los fieles no solamente a ejercer los derechos eclesiales, sino también a tomar conciencia de los propios deberes para cumplirlos fielmente, justamente a esto queremos inducirlos: a hacer experiencia personal e inmediata del «esplendor de la ley». En efecto, el fiel que «reconoce, bajo el impulso del Espíritu, la necesidad de una profunda conversión eclesiológica, transformará la afirmación y el ejercicio de sus derechos en asunción de los deberes de unidad y de solidaridad para la materialización de los valores superiores del bien común» (Alocución a la Rota, AAS 1979, 71, 425 ss).
Por el contrario, la instrumentalización de la justicia al servicio de intereses individuales o de fórmulas pastorales, sinceras acaso, pero no basadas en la verdad, tendrá como consecuencia la creación de situaciones sociales y eclesiales de desconfianza y de sospecha, en las cuales los fieles estarán expuestos a la tentación de ver solamente una lucha de intereses rivales, y no un esfuerzo común para vivir según derecho y justicia.
4. Toda la actividad del juez eclesiástico, como tuvo la oportunidad de expresarse mi venerable predecesor Juan XXIII, consiste en el ejercicio del «ministerium veritatis» (ministerio de la verdad) (Alocución a la Rota, AAS 1961, 53, 819). Bajo esta perspectiva es fácil comprender que el juez no puede dejar de invocar el «lumen Domini» (la luz del Señor) para poder distinguir la verdad en cada caso individual. Por su parte, sin embargo, las partes interesadas no deberían dejar de pedir para sí en la oración la disposición de aceptación radical de la decisión definitiva, incluso después de haber agotado todo medio legítimo para impugnar lo que en conciencia consideran que no corresponde a la verdad o a la justicia del caso.
Si los administradores de la ley se esfuerzan por observar una actitud de plena disponibilidad a las exigencias de la verdad, en el riguroso respeto de las normas procesales, los fieles podrán mantener la certeza de que la sociedad eclesial desarrolla su vida bajo el régimen de la ley; que los derechos eclesiales están protegidos por la ley; que la ley, en última instancia, es motivo de una respuesta amorosa a la voluntad de Dios.
5. La verdad, sin embargo, no es siempre fácil; su afirmación resulta, a veces, demasiado exigente. Ello no quita que dicha verdad deba ser siempre respetada en la comunicación y en las relaciones entre los hombres. Otro tanto sucede con la justicia y con la ley; también éstas no siempre se presentan fáciles. La misión del legislador -universal o local- no es cómoda.
Dado que la ley debe contemplar el bien común -«omnis lex ad bonum commune ordinatur» (toda ley se ordena al bien común) (I-IIae, q. 90, art. 2)- es perfectamente comprensible que el legislador pida, en caso necesario, sacrificios incluso gravosos a las personas. Éstas, por su parte, corresponderán a dicha exigencia con la adhesión libre y generosa de quien sabe reconocer, junto a los propios derechos, también los derechos de los demás. Se seguirá de ello una respuesta fuerte, sostenida por espíritu de sincera apertura a las exigencias del bien común, con el conocimiento de los beneficios que de ahí se derivan, en definitiva, para la persona misma.
Es para vosotros perfectamente conocida la tentación de reducir, en nombre de un concepto no recto de la compasión y de la misericordia, las exigencias pesadas puestas por la observancia de la ley. Al respecto, es necesario reafirmar que, si se trata de una violación que afecta solamente a la persona, es suficiente referirse al mandato: «Vete y de ahora en adelante no peques más» (Juan 8,11). Pero si entran en juego los derechos ajenos, la misericordia no puede ser concedida o aceptada sin hacer frente a las obligaciones que corresponden a estos derechos.
Obligado es también ponerse en guardia respecto a la tentación de instrumentalizar las pruebas y las normas procesales, para conseguir un fin «práctico» que acaso es considerado «pastoral», en detrimento, sin embargo, de la verdad y de la justicia. Al dirigirme a vosotros hace algunos años, hice referencia a una «distorsión» en la visión de la pastoralidad del derecho eclesial; ésta consiste en atribuir alcance e intenciones pastorales únicamente a aquellos aspectos de moderación y de humanidad que están inmediatamente vinculados con la «aequitas canonica» (equidad canónica); es decir, mantener que solamente las excepciones a la ley, el eventual no recurso a los procesos y a las sanciones canónicas, el aligeramiento de las formalidades jurídicas tienen verdadera importancia pastoral.
Pero advertí también que, de esta forma, fácilmente se olvida que «también la justicia y el estricto derecho -y, en consecuencia, las normas generales, los procesos, las sanciones y las demás manifestaciones típicas de la juricidad, siempre que se consideren necesarias- son requeridas en la Iglesia por el bien de las almas y son, por tanto, realidades intrínsecamente pastorales» (Alocución de la Rota Romana de 1990). Es también cierto que no siempre es fácil resolver el caso práctico según justicia. Pero la caridad o la misericordia -recordé en la misma ocasión- no pueden prescindir de las exigencias de la verdad.
Un matrimonio válido, aun cuando marcado por graves dificultades, no podría ser «considerado inválido, si no es violentando la verdad y minando, de esta forma, el único fundamento sólido sobre el que puede regirse la vida pastoral conyugal y social» (Ibid., 875). Son principios, éstos, que tengo el deber de reafirmar con particular firmeza en el Año de la Familia, mientras que se perciben cada vez con mayor claridad los riesgos a los que una mal entendida «comprensión» expone la institución familiar.
6. Una actitud justa hacia la ley, por último, tiene en cuenta también su función de instrumento al servicio del buen funcionamiento de la sociedad humana y, para la eclesial, de la afirmación en ésta de la «comunión».
Para alimentar la auténtica «comunión», tal como la describe el Concilio Vaticano II, es absolutamente necesario fomentar un recto sentido de la justicia y de sus razonables exigencias.
Justamente por esto, preocupación del legislador y de los administradores de la ley será, respectivamente, crear y aplicar normas basadas sobre la verdad de lo que es obligado en las relaciones sociales y personales. La autoridad legítima deberá, además, comprometerse y promover la recta formación de conciencia personal (Veritatis splendor, n. 75), porque, si está bien formada, la conciencia se adhiere naturalmente a la verdad y percibe en sí misma un principio de obediencia que la impulsa a adecuarse a la orientación de la ley (cfr ibid., n. 43 ).
7. De esta forma, tanto en el ámbito individual como en el social y específicamente eclesial, verdad y justicia podrán manifestar su esplendor; de éste como nunca jamás, tiene hoy necesidad la Humanidad entera para encontrar recto camino y su meta final en Dios.
Extraordinaria importancia tiene, pues, vuestro trabajo, ilustres prelados auditores y queridos componentes de la Rota Romana. Confío en que las consideraciones que acabamos de hacer os sirvan de estímulo y de apoyo en el desarrollo de vuestra actividad, por la que os manifiesto mi augurio más cordial y, al mismo tiempo, la seguridad de un recuerdo especial en la oración.
Como confirmación de estos sentimientos, gustosamente os imparto mi bendición, con la cual pretendo abrazar también a todos los que en la Iglesia se dedican a la delicada tarea de la administración de la justicia.