Alocución a la Rota Romana de 18 de enero de 1990
1. La solemne inauguración del año judicial de la Rota romana me da nuevamente la agradable oportunidad de expresar mi cordial aprecio y estímulo por el trabajo que desarrolláis, queridos hermanos, como jueces y en otras funciones conexas a la administración de la justicia en este tribunal apostólico. Al saludaros afectuosamente, deseo haceros partícipes de mi solicitud como Pastor de la Iglesia universal hacia la actividad jurisdiccional de los tribunales eclesiásticos, puesto que tengo presente las fatigas de cuantos se dedican ex professo a este servicio al Pueblo de Dios.
Partiendo de las palabras lúcidas del decano sobre el papel del juez en la Iglesia, me parece oportuno profundizar un asunto que, desde el Concilio Vaticano II, ha estado en el centro de la actividad legislativa, de la jurisprudencia, y de la doctrina canónica. Este asunto es la dimensión pastoral del derecho canónico o, en otros términos, de la relación entre pastoral y derecho en la Iglesia.
2. El espíritu pastoral, sobre el que el Concilio Vaticano II ha insistido con fuerza dentro del contexto de la teología de la Iglesia como comunión, expuesta especialmente en la Constitución Dogmática Lumen gentium, caracteriza cada aspecto del ser y del obrar de la Iglesia. El mismo Concilio, en el decreto sobre la formación sacerdotal, ha dispuesto expresamente que, en la exposición del derecho canónico, se dirija la atención al misterio de la Iglesia, según la constitución dogmática «De Ecclesia» (Optatam Totius, n. 16). Esto se aplica a fortiori a su formulación, así como a su interpretación y aplicación. La naturaleza pastoral de esta ley, es decir, su función dentro de la misión salvífica de los sagrados pastores de la Iglesia y del pueblo entero de Dios, encuentra así una base sólida en la eclesiología conciliar según la cual los aspectos visibles de la Iglesia se encuentran inseparablemente unidos a los invisibles -formando una única compleja realidad- comparables al misterio del Verbo encarnado (Lumen Gentium, n. 8). Por otra parte, el Concilio no ha dejado de extraer muchas consecuencias prácticas de este carácter pastoral del derecho canónico, adoptando medidas concretas que aseguraran que las leyes y las instituciones canónicas fueran cada vez más adecuadas más al bien de las almas (cf. Christus Dominus, passim).
3. Desde esta perspectiva, es oportuno detenerse brevemente para reflexionar sobre un equívoco. Quizás es comprensible, pero no por ello menos dañoso, que desafortunadamente condiciona a menudo la visión de la pastoralidad del derecho de la Iglesia. Esta distorsión consiste en la atribución de alcance e intentos pastorales únicamente a aquellos aspectos de la moderación y de la humanidad que se relacionen inmediatamente con la equidad canónica (aequitas canonica); es decir, sostener que solamente las excepciones a la ley, el eventual no recurso a los procedimientos y a las sanciones canónicas, y la dinamización de formalidades judiciales tienen verdadera relevancia pastoral. Se olvida así que también la justicia y el derecho estricto -y por lo tanto las normas generales, las sanciones, y las demás manifestaciones jurídicas típicas, cuando se hacen necesarias- se requieren en la Iglesia para el bien de las almas y son por lo tanto realidades intrínsecamente pastorales.
No fue por casualidad que el tercer principio de aquél a modo de decálogo de principios aprobados por la primera asamblea del sínodo de obispos en 1967, y adoptados luego por el legislador para servir como guía en el trabajo de redactar el nuevo código, no comenzó simplemente con esta sugerente declaración: "la naturaleza sagrada y orgánicamente estructurada de la comunidad eclesial hace evidente que la índole jurídica de la Iglesia y de todas sus instituciones están ordenadas a fomentar la vida sobrenatural. Por lo tanto el ordenamiento jurídico de la Iglesia, las leyes y los preceptos, los derechos y los deberes que emanan de ella, deben contribuir al fin sobrenatural" (recognitionem de Codicis Iuris Canonici de quæ de Principia dirigant, en Communicationes, 1 [1969] pp. 79-80). Recordando otra vez ese principio, mi estimado precursor Pablo VI, en el curso de su amplio y profundo magisterio sobre el significado y el valor del derecho en la Iglesia, expresó así el nexo entre vida y ley en el Cuerpo místico de Cristo: "la vida eclesial no puede existir sin estructura jurídica, puesto que, como sabéis bien, la Iglesia -sociedad instituida por Cristo, espiritual pero visible, que se edifica por medio de palabra y de los sacramentos, y que se propone llevar la salvación a la humanidad- necesita este sagrado derecho, en conformidad con las palabras del Apóstol: 'que todo se haga decorosamente y con orden' (1 cor 14, 40)" (alocución a los miembros de la Pontificia Comisión para la revisión del Código de derecho canónico, 27 de mayo de 1977, en Communicationes, 9 (1977), pp. 81-82).
4. Las dimensiones jurídica y pastoral se unen inseparablemente en la Iglesia peregrina en esta tierra. Sobre todo, existe una armonía debida a su común finalidad: la salvación de almas. Pero hay más. En efecto, la actividad jurídico-canónica es pastoral por su misma naturaleza. Constituye una participación especial en la misión de Cristo Pastor, y consiste en actualizar el orden de justicia intraeclesial querida por Cristo mismo. La actividad pastoral, a su vez, aunque se extienda más allá de los exclusivos aspectos jurídicos, incluye siempre una dimensión de justicia. Sería imposible, de hecho, llevar almas hacia el reino del cielo si se prescindiese de ese mínimo de caridad y de prudencia que consiste en el compromiso de hacer observar la ley y los derechos de todos en la Iglesia.
Se sigue de ahí que cualquier contraposición entre las dimensiones pastorales y jurídicas es engañosa. No es verdad que, para ser más pastoral, la ley debe hacerse menos jurídica. Se deben tener en cuenta, desde luego, las muchas expresiones de esa flexibilidad que, precisamente por razones pastorales, ha distinguido siempre al derecho canónico. Pero se deben respetar también las exigencias de la justicia, que pueden ser superadas debido a esa flexibilidad, pero nunca negadas. La verdadera justicia en la Iglesia, animada por la caridad y templada por la equidad, merece siempre el adjetivo calificativo de pastoral. No puede haber ejercicio de la caridad pastoral que no tenga en cuenta, ante todo, la justicia pastoral.
5. Es necesario, por lo tanto, entender mejor la armonía entre la justicia y la misericordia, un tema tan querido a la tradición teológica y canónica. "El que juzga con justicia guarda la misericordia con la justicia" («Iuste iudicans misericordiam cum iustitia servat», Decreto 45, c. 10), recitaba una rúbrica del decreto del maestro Graciano. Y Santo Tomás de Aquino, después de haber explicado que la misericordia divina al perdonar las ofensas de los hombres no actúa contra la justicia, sino que va más allá de ella, concluye: "de esto es evidente que la misericordia no debilita la justicia, sino que es como la perfección de la justicia" («Ex quo patet quod misericordia non tollit iustitiam, sed est quaedam iustitiae plenitudo», Summa Theologiæ , I, q. 21, ad. 3 2).
Convencido de ello, la autoridad eclesiástica se esfuerza en conformar sus acciones con los principios de la justicia y de la misericordia, también cuando trata causas referentes a la validez del vínculo matrimonial. Por ello toma nota, por un lado de las grandes dificultades en las que se mueven las personas y las familias implicadas en situaciones de infeliz convivencia conyugal y reconoce su derecho a ser objeto de una solicitud pastoral especial. Pero no se olvida, por otra parte, del derecho que también tienen de no ser engañados por una sentencia de nulidad que esté en conflicto con la existencia de un verdadero matrimonio. Una declaración tan injusta de nulidad no encontraría ningún aval legítimo en el recurso a la caridad o a la misericordia. La caridad y la misericordia no pueden prescindir de las exigencias de la verdad. Un matrimonio válido, incluso si está marcado por graves dificultades, no podría ser considerado inválido sin hacer violencia a la verdad y minando de tal modo el único fundamento sólido sobre el que se puede regir la vida personal, conyugal y social. El juez, por lo tanto, debe siempre guardarse del riesgo de la falsa compasión que degeneraría en sentimentalismo, y sería solo aparentemente pastoral. Los caminos que se apartan de la justicia y de la verdad acaban contribuyendo a distanciar a la gente de Dios, obteniendo así el resultado opuesto al que se buscaba de buena fe.
6. Por el contrario, la labor de defender una unión válida representa la tutela de un don irrevocable de Dios a los esposos, a sus hijos, a la Iglesia, y a la sociedad civil. Solamente en el respeto de este don es posible encontrar felicidad eterna y su anticipo en el tiempo, que se concede a los que, con la gracia de Dios, se conforman con la voluntad de Dios, que es siempre benigna, aunque ocasionalmente puede parecer ser exigente. Se debe tener presente que el Señor Jesús no vaciló en hablar de un "yugo," invitándonos a que lo tomemos, y confortándonos con esta misericordiosa aseveración: "mi yugo es dulce, y mi carga es ligera" (Mt 11, 30).
Además, como relevantísima manifestación de la preocupación pastoral hacia los cónyuges en dificultades, se debe aplicar fielmente el canon 1676, una norma que no debe ser tomada como formalidad mera: "el juez, antes de aceptar la causa y siempre que haya una esperanza de éxito, debe utilizar medios pastorales para persuadir a los cónyuges, si es posible, a convalidar su matrimonio y restablecer la vida conyugal."
7. Del carácter pastoral del derecho de la Iglesia también participa la ley procesal canónica. Al respecto, siguen siendo tan contemporáneas y eficaces como siempre las palabras que os dirigió Pablo VI en su último discurso a la Rota Romana: "sabéis bien que el derecho canónico como tal y como consecuencia el derecho procesal, del que forma parte, en sus motivaciones se introduce en el plan de la economía de la salvación, puesto que la salvación de las almas (salus animarum) es la ley suprema de la Iglesia" (28 de enero de 1978).
La institucionalización de ese instrumento de justicia que es el proceso representa una conquista progresiva de la civilización y de respeto a la dignidad humana, a la cual ha contribuido de modo no irrelevante la misma Iglesia con el proceso canónico. Al hacer esto, la Iglesia no ha renegado de su misión de caridad y de paz, sino que ha dispuesto un medio adecuado para esa búsqueda de la verdad que es condición indispensable de la justicia animada por la caridad, y por ello también de la verdadera paz. Es cierto que, si es posible se deben evitar los procesos. Sin embargo, en determinados casos se establecen por la ley como el camino más adecuado para resolver cuestiones de gran relevancia eclesial, como son por ejemplo, las de la existencia o no del matrimonio.
El proceso justo es objeto de un derecho de los fieles y constituye, al mismo tiempo, una exigencia del bien público de la Iglesia. Las normas canónicas procesales, por lo tanto, se deben observar por todos los que intervienen en un proceso como una manifestación más de la justicia instrumental que conduce a la justicia sustancial.
El año pasado tuve la oportunidad de hablaros del derecho a la defensa en el proceso canónico, y subrayé su directa relación con las exigencias esenciales del contradictorio procesal (Discurso a la Rota Romana de 26 de enero de 1989). También las demás normas específicas que se refieren a las causas matrimoniales poseen su relevancia jurídico-pastoral. En particular, querría llamar la atención sobre las que se refieren a la competencia de los tribunales eclesiásticos. El nuevo Código, en el canon 1673, ha regulado esta materia, teniendo en cuenta las luces y las sombras de la experiencia más reciente, y disponiendo una legítima facilitación de los foros competentes con algunas precisas garantías -que deben ser respetadas con precisión- para tutelar el contradictorio a beneficio de las partes y del bien público. La observancia de tales garantías se convierte, por lo tanto, en un deber de justicia y también de un bien entendido sentido pastoral.
8. Concluyo estas reflexiones sobre algunos aspectos del vasto tema de las relaciones entre pastoral y derecho canónico con el deseo -que dirijo no solamente a vosotros, sino a todos los sagrados Pastores- de una siempre más clara comprensión y más operativa actuación del valor pastoral del derecho en la Iglesia, para el mejor servicio a las almas. Confiando esta intención a la intercesión de la Virgen, Speculum iustitiae [Espejo de justicia], os imparto una especial Bendición apostólica prenda de la constante asistencia divina en vuestro comprometido trabajo eclesial.