La Jornada Mundial a la Juventud que se ha celebrado en Madrid pasará a la historia seguramente por la piedad de los asistentes y por la entrega de los voluntarios (impactan las imágenes de los jóvenes que aguantaban la lluvia torrencial en Cuatro Vientos) y también por la profundidad de los mensajes del Papa.
Ha habido quienes han intentado que esta JMJ sea recordada como la Jornada de la discordia y el enfrentamiento. Pero no lo han conseguido: al contrario, los jóvenes han reaccionado como se espera de un seguidor de Jesucristo, el cual recomendó a sus fieles que pusieran la otra mejilla si les abofeteaban (cf. Mt 5, 39). En efecto, estos días hemos visto el uso de todos los medios propios de organizaciones radicales e intolerantes. Ha habido manifestaciones legales e ilegales, violencia verbal y física, difusión de mentiras descaradas, amenazas de boicot a las empresas patrocinadoras y provocaciones de todo tipo. A todo ello los peregrinos has respondido de un modo ejemplar.
Sin embargo, más allá de la alabanza a la reacción de los jóvenes, podemos preguntarnos por qué ha causado tanto odio que una multitud viniera pacíficamente a una ciudad para rezar.
Pienso que el motivo de fondo está en que la esencia de la ideología laicista es radicalmente contraria a la predicación del Papa. Ciertamente una doctrina que pide que la fe religiosa se recluya al ámbito de lo privado tiene que ver con malos ojos que una ciudad se llene de jóvenes rezando a la vista de todos. Si el Papa hubiera venido a decir a los jóvenes solo que recen en las iglesias, los laicistas seguramente no habrían sacado toda su inquina contra esta convocatoria. Pero el caso es que Benedicto XVI dijo que tienen que “dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia” (Homilía en Cuatro Vientos, 21 de agosto de 2011). A los profesores universitarios católicos les alentó a “proponer y acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres” (Discurso en San Lorenzo de El Escorial, 19 de agosto de 2011).
Forma parte de la doctrina católica el derecho de los fieles –y aún más, el deber– de actuar en la sociedad aportando sus valores. El Concilio Vaticano II recordó que corresponde a los laicos “iluminar y organizar todos los asuntos temporales (…) según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 32).
Estas enseñanzas contrastan evidentemente con la ideología laicista, pero aún hay más. Estos días han visto que la calle no es de ellos, como pretenden, sino que es de todos, también de los creyentes en igualdad de condiciones que las demás personas. En efecto, forma parte de la esencia del laicismo pedir para sí mismo la exclusividad del espacio público. Por eso no pueden tolerar que las instituciones públicas den soporte a una reunión de un millón y medio de personas sin que les importe que la reunión tenga fines religiosos. El Estado de esa manera manifiesta su neutralidad, sin privilegios. Sería una discriminación que no apoyara una reunión de un millón y medio de personas solo por el hecho de que los fines son religiosos.
Lamentablemente algunos grupos más radicales han exteriorizado su descontento con violencia o usando medios demagógicos, pero la cuestión de fondo es el derecho de los cristianos a tener presencia en el ámbito público en igualdad de condiciones con los demás ciudadanos.
Los cristianos hemos de estar en medio del mundo transformando las estructuras temporales de la sociedad, no podemos recluirnos en nuestras casas o en las sacristías. Es lo que Cristo nos exige. Esta JMJ puede ser un punto de inflexión en la actitud de tantos católicos. Aunque para ello tengamos que vencer la oposición de los grupos laicistas más radicales.