Recientemente nos hemos podido sorprender con las declaraciones que Jaime Giménez Arbe, apodado El Solitario, que fue el hombre más buscado de España hasta que fue detenido el 23 de julio del año pasado en Figueira da Foz (Portugal) ha efectuado al diario El Mundo. Justifica sus presuntos delitos porque se alzó en armas contra la banca. Afirma que “yo no considero asaltar un banco un delito, sino algo así como un mero acto de expropiación. Así como la legítima defensa, ante el robo organizado y la explotación por parte del tándem políticos/banqueros” (entrevista en El Mundo, Madrid, 30 de diciembre de 2007). Naturalmente en la entrevista -en la que admite que robó- no explica por qué no repartió el botín entre los pobres, ni por qué usaba el dinero para llevar un ritmo de vida elevadísimo. Juzgue el lector si es creíble que una persona que presuntamente efectuó más de treinta atracos por valor de varios millones de euros y supuestamente mató a tres personas, además de varios delitos de lesiones (en Sarriá, Lugo, presuntamente disparó a la pierna al empleado de la entidad porque en el banco solo había 835 euros) tenía motivos altruistas y de liberación de la tiranía de siniestros poderes. Parece claro que sus declaraciones pretenden desviar la atención de los delitos tan graves que se le imputan intentando de paso crear compasión hacia él.
Sin embargo, no es la única noticia reciente en la que se intenta poner una pantalla para desviar la atención de problemas reales. Hace unos días vimos a una multitud (más de un millón de personas según la Comunidad de Madrid, más de dos millones según los organizadores) que salían a la calle para una Misa convocada por el Arzobispado de Madrid. En ella se dijo que la familia está siendo gravemente atacada. Parece que esa enorme multitud estaba de acuerdo con la apreciación de los oradores, porque aplaudieron a rabiar al oír estas palabras.
Pero intuimos que los responsables de que se haya llegado a esta situación han actuado igual que El Solitario en su entrevista, poniendo una cortina de humo y esperando que algunos incautamente se compadezcan de los furibundos ataques que les dirige una Iglesia reaccionaria y trabucaire.
Al atacar a la Iglesia omiten entrar en el análisis del fondo de la cuestión. En realidad ningún Parlamento tiene poder absoluto para legislar. Las leyes tienen límites, y son los que se corresponden con la realidad de las cosas, o dicho de otro modo, con las leyes naturales. Los Parlamentos por lo tanto han de reconocer que tienen límites en su actividad. No son poderes absolutos. A ningún Parlamento se le ocurriría declarar derogada la Ley de la Gravedad o prohibir que los objetos caigan al suelo. Si algún Parlamento promulgara semejante norma, se revolvería en su tumba Isaac Newton, el científico que formuló las leyes gravitatorias en 1685 después de observar una manzana que caía del árbol al suelo. Del mismo modo, un Parlamento no puede cambiar la naturaleza de la familia. Está fuera de su competencia decidir qué es familia y qué no lo es. Los Parlamentos han de reconocer la naturaleza de las cosas; por mucho que se empeñe un Parlamento, no puede modificar las leyes de la naturaleza. Si lo hiciera se extralimitaría, tanto si intentara modificar la ley de la gravedad como la naturaleza de la familia.
Si las Cortes aprobaran una norma derogando la Ley de la Gravedad, seguramente las más prestigiosas sociedades científicas se quejarían. Decir -en este supuesto- que las sociedades científicas hacen política es tomar el rábano por las hojas: quien se ha extralimitado es el Parlamento. Igualmente ver a más de un millón de personas (quizá dos millones) debería hacer reflexionar a los diputados. Debe ser grande el descontento de las familias para reunir en una plaza de Madrid a uno de cada cuarenta españoles, o uno de cada veinte españoles si se aceptan las estimaciones más optimistas. En cualquier caso unas cifras abrumadoras.
Es indiferente que esas personas acudieran a una reunión convocada por el Cardenal de Madrid: debe ser el único ciudadano español al que no se le reconoce el derecho a convocar reuniones. La cuestión de fondo es que las Cortes Españolas han pretendido alterar la definición de la familia, para lo cual no tiene competencias, nadie tiene competencias para ello. Esto no lo dice solo un eclesiástico, lo dicen millones de españoles, como hemos visto estos días.
Que algunos diputados intenten cerrar sus ojos al clamor de una multitud de un millón o dos de personas dice muy poco de la representatividad que han asumido. Si además desprecian sus peticiones por el hecho de que fueron convocados por un Cardenal a una Misa, parece claro que intentan la misma estratagema que El Solitario en su entrevista, poner una pantalla delante que desvíe la atención del problema de fondo. Esperemos que los diputados entren en el fondo de la cuestión y reconozcan que en su labor tienen el límite impuesto por la naturaleza.
Artículo a propósito de una reunión convocada
por el Arzobispado de Madrid el 30 de diciembre de 2007
(más detalles aquí).