Alocución a la Rota Romana de 28 de enero de 1982: AAS 1982, 449
Me alegro de que la inauguración del nuevo año judicial del tribunal de la Sacra Rota Romana me proporcione la ocasión de encontrarme una vez más con vosotros, que con tanto empeño y alta competencia realizáis vuestro trabajo al servicio de la Sede Apostólica.
Este encuentro tradicional reviste en el presente año una nota particular, porque en el día de hoy —como es sabido— entran en vigor las «Novae normae» que —después del atento estudio de revisión que se había hecho de las disposiciones precedentes— he creído oportuno aprobar para vuestro tribunal y que deseo puedan hacer más provechosa la labor que realizáis con preparación jurídica y espíritu sacerdotal para el bien de la Iglesia.
Os saludo con afecto y os manifiesto mi vivo aprecio por toda vuestra labor. En especial, dirijo mi cordial saludo al señor decano cesante, mons. Heinrich Ewers, y a su sucesor; a ambos aseguro mi recuerdo ante el Señor, para que El recompense al uno por el largo trabajo realizado con generosa entrega, y para que ayude al otro en el cargo que hoy inicia.
Me es grato llamar vuestra atención sobre la Exhortación apostólica Familiaris consortio, en la que he recogido el fruto de las reflexiones realizadas por los obispos durante el Sínodo de 1980.
En efecto, si este reciente documento se dirige a toda la Iglesia para exponer la misión de la familia cristiana en el mundo de hoy, afecta también de cerca a vuestra actividad, que se desenvuelve principalmente en el ámbito de la familia, del matrimonio y del amor conyugal. El peso de vuestra función se mide por la impor-randa de las decisiones, que vosotros estáis llamados a adoptar con sentido de verdad y de justicia, en orden al bien espiritual de las almas teniendo como punto de referencia el juicio supremo de Dios: Solum Deum prae oculis habentes.
Al encomendaros a cada uno de vosotros esta función eclesial, Dios os pide que prosigáis así, a través de vuestra obra, la obra de Cristo, que prolonguéis el ministerio apostólico con el ejercicio de la misión que se os ha confiado y de los poderes que se os han transmitido; porque vosotros trabajáis, estudiáis y juzgáis, en nombre de la Sede Apostólica. El desempeño de tales actividades debe ser, por tanto, adecuado a la función de los jueces, pero compromete también la de sus colaboradores. En este momento pienso en la labor, tan difícil, de los abogados, quienes prestarán a sus clientes servicios mejores en la medida en que se esfuercen por mantenerse dentro de la verdad, del amor a la Iglesia y del amor a Dios. Así, pues, vuestra misión es ante todo un servicio del amor.
El matrimonio es realidad y signo misterioso de este amor. «Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en Sí mismo un misterio de comunión personal de amor» (FC,n. 11).
Signo misterioso, el matrimonio lo es como sacramento: un lazo indisoluble une a los esposos, como en un solo amor están unidos Cristo y la Iglesia (cfr. Efes. 5.32-33).
Según el designio de Dios, el matrimonio halla su plenitud en la familia, de la que es origen y fundamento; y el don mutuo de los esposos desemboca en el don de la vida, o sea, en la generación de aquéllos que, al amar a sus padres, les manifiestan nuevamente su amor y expresan su profundidad (cfr. FC, n. 14).
El Concilio ha visto el matrimonio como alianza de amor (cfr. GS n. 48). Esta alianza supone «la elección consciente y libre, conla que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo» (FC, n. 11). Al hablar aquí de amor, nosotros no podemos reducirlo a la afectividad sensible, atracción pasajera, sensación erótica, impulso sexual, sentimiento de afinidad o simple gozo de vivir.
El amor es esencialmente don. Al hablar de acto de amor, el Concilio supone un acto de donación, único y decisivo, irrevocable como lo es un don total, que quiere ser y permanecer mutuo y fecundo.
Para comprender plenamente el sentido exacto del consentimiento matrimonial, debemos dejarnos iluminar por la revelación divina El consentimiento nupcial es un acto de voluntad que significa y comporta una donación mutua, la cual une a los esposos entre sí y a la vez los vincula a sus eventuales hijos, con quienes constituyen una sola familia, un solo hogar, una «Iglesia doméstica» (LG, n. 11).
Visto así, el consentimiento matrimonial es el compromiso de un vínculo de amor donde, en el mismo don, se expresa la concordancia de las voluntades y de los corazones para realizar todo lo que es y significa el matrimonio para el mundo y para la Iglesia.
Hay aún más. Para nosotros, el consentimiento nupcial es un acto eclesial. El funda la «Iglesia doméstica» y constituye una realidad sacramental donde se unen dos elementos: un elemento espiritual, como comunión de vida en la fe, en la esperanza y en la caridad; y un elemento social, como sociedad organizada, jerarquizada, célula viviente de la sociedad humana, elevada a la dignidad del «sacramentum magnum», la Iglesia de Cristo, donde ella se inserta como Iglesia doméstica (cfr. LG, n. 1). Así, pues, en la familia fundada sobre el matrimonio debe reconocerse en cierta medida la misma analogía de la Iglesia total con el misterio del Verbo Encarnado, donde en una sola realidad se unen lo divino y lo humano, la Iglesia terrestre y la Iglesia en posesión de los bienes celestiales, una sociedad ordenada jerárquicamente y el Cuerpo Místico de Cristo (cfr. LG, n. 8).
El Concilio ha subrayado el aspecto de la donación. Y por ello conviene detenerse aquí un momento, para captar más en profundidad el significado del acto de darse en oblación total con un consentimiento, asume un valor de eternidad. Un don, si quiere ser total, debe ser definitivo y sin reservas. Por ello, en el acto con que se expresa la donación, debemos aceptar el valor simbólico de los compromisos asumidos. El que se da, lo hace con conciencia de obligarse a vivir su donación al otro; si concede al otro un derecho, es porque tiene la voluntad de darse; y se da con la intención de obligarse a realizar las exigencias del don total, que libremente ha hecho. Si estas obligaciones se definen más fácilmente desde una perspectiva jurídica, si se expresan más como un derecho que se cede que como una obligación que se asume, es también verdad que el don está sencillamente simbolizado por los compromisos de un contrato, el cual expresa a nivel humano los compromisos inhe rentes a todo consentimiento nupcial verdadero y sincero. Así es como se alcanza a comprender la doctrina conciliar, logrando recuperar la doctrina tradicional para situarla en una perspectiva más profunda y a la vez mas cristiana.
Todos estos valores son no sólo admitidos, precisados y definidos por el derecho eclesiástico, sino también defendidos y protegidos. Ello constituye, por lo demás, la nobleza de su jurisprudencia y la fuerza de las normas que ella aplica.
Ahora bien, no es puramente imaginario, sobre todo hoy, el peligro de ver cuestionado el valor global de tal consentimiento, por el hecho de que algunos elementos que los constituyen, que son su objeto o expresan su realización, se les distingue siempre con más frecuencia o incluso que les prestan especialistas de diversos campos o el carácter específico propio de las diversas ciencias humanas. Sería inconcebible que el consentimiento como tal fuese rechazado por una falta de fidelidad posterior. Sin duda el problema de la fidelidad constituye a menudo la cruz de los esposos.
Vuestro primer afán de servicio al amor será, pues, reconocer el pleno valor del matrimonio, respetar del mejor modo posible su existencia, proteger a quienes ha unido en una sola familia. Sólo por razones válidas y por hechos probados se podrá poner en duda su existencia y declarar su nulidad. El primer deber que os incumbe es el respeto al hombre que ha dado su palabra, ha expresado su consentimiento y ha hecho así don total de sí mismo.
Indudablemente la naturaleza humana, como consecuencia del pecado, ha quedado perturbada; aunque herida, no ha quedado, sin embargo, pervertida; ha sido nuevamente sanada por la intervención de Aquel que ha venido a salvarla y a elevarla hasta la participación en la vida divina. Ahora bien, sería realmente destruirla el considerarla incapaz de un compromiso verdadero, de un consentimiento verdadero, de un pacto de amor que expresa lo que ella es, de un sacramento instituido por el Señor para curarla, fortalecerla y elevarla por medio de su gracia.
Es, pues, en el marco de la perspectiva eclesial del sacramente del matrimonio donde debe ser encuadrado el progreso de la cien-
a humana, sus investigaciones, sus métodos y sus resultados. La continuidad de sus esfuerzos pone también de relieve la fragilidad de algunas de sus primeras conclusiones o de hipótesis de trabajo, cuyas evaluaciones no se han podido mantener.
Por tales razones el juez, al emitirla sentencia, se hace en definitiva responsable de ese trabajo común del que he hablado al principio. La decisión deberá ser tomada en la perspectiva global antes recordada, y que la Exhortación apostólica Familiaris Consortio ha querido poner mas en evidencia.
Mientras está en curso el examen sobre la validez de un vínculo matrimonial, y se busca la existencia de razones que puedan conducir a la eventual declaración de nulidad, el juez permanece al servicio del amor, sometido al derecho divino, atento a todo consejo o examen pericial serio. Sería sumamente pernicioso que la decisión dependiese en definitiva de uno u otro experto, con el riesgo de que la causa se viese juzgada según uno solo de sus aspectos.
De aquí brota la necesidad de reconocer en el juez el peso de su función, la importancia de su responsable autonomía de juicio, la exigencia de su consentimiento eclesial y de su solicitud por el bien de las almas. Y aunque en materia matrimonial una sentencia pueda ser impugnada al surgir nuevas motivaciones graves, no por ello el juez podrá sentirse inclinado a poner menos diligencia en prepararla, menos firmeza en expresarla, menos valor en emitirla.
Bajo esta luz, se puede apreciar cada vez mejor la especial responsabilidad del «defensor vinculi». Su deber no es el de defender a toda costa una realidad inexistente, u oponerse de cualquier modo a una decisión fundada, sino, como se expresa Pío XII, él deberá hacer observaciones pro vinculo, salva semper veritate (ARR 2.10.44). Se advierten a veces tendencias que desgraciadamente llevan a reducir su función. La misma persona no puede, además, ejercer contemporáneamente dos funciones: ser juez y defensor del vínculo. Sólo una persona competente puede asumir una responsabilidad semejante; y será un grave error considerarla de menor importancia.
El «promotor iustitiae», atento al bien común, actuará también en la perspectiva global del misterio del amor vivido en la vida familiar; del mismo modo, si él siente el deber de presentar una demanda de declaración de nulidad, lo hará a impulsos de la verdad y de la justicia; no para condescender, sino para salvar.
En la misma perspectiva de la globalidad de la vida familiar, hay que desear finalmente una colaboración cada vez más activa de los abogados eclesiásticos.
Su actividad debe estar al servicio de la Iglesia; y por tanto ha de ser considerada casi como un ministerio eclesial. Debe ser un servicio al amor, que requiere entrega y caridad, sobre todo en favor de los más necesitados y de los más pobres. 12.12. Al concluir este encuentro, deseo exhortaros a colaborar «cordial y valientemente, con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia» (FC, n. 86), de modo muy especial a vosotros, que debéis reconocer su base y su fundamento en el consentimiento nupcial, sacramento de amor, signo del amor que une a Cristo con la Iglesia, su Esposa, y que es, para la humanidad entera, una revelación de la vida de Dios y la introducción a la vida trinitaria del Amor divino.
Suplicando al Señor que os asista en vuestra misión al servicio del hombre salvado por Cristo, nuestro Redentor, os imparto cordialmente mi bendición, propiciadora de la gracia del Dios del Amor.