Alocución de 28-1-1991 (AAS, 83 (1991), pp. 947-953)
1. Le agradezco vivamente, monseñor decano de la Rota romana, el deferente saludo y los votos de felicidad con los que ha interpretado los sentimientos comunes de estima, afecto y empeño al servicio de la Iglesia.
Hago extensivo mi saludo cordial a todo el Colegio de los jueces rotales, a los oficiales, a los miembros del estudio rotal y al grupo de los abogados.
Considero este encuentro anual como una ocasión propicia para manifestaros a todos vosotros mi aprecio por el delicado trabajo realizado al servicio de la administración de la justicia en la Iglesia, y también para destacar algunos aspectos relativos a una institución tan importante, exigente y compleja, como es el matrimonio. Deseo considerar hoy con vosotros las implicaciones que tiene sobre él la relación entre fe y cultura.
2. El matrimonio es una institución de derecho natural, cuyas características están inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Desde las primeras páginas de la Biblia, el autor sagrado presenta la distinción de los sexos como querida por Dios: «creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios la creó, macho y hembra los creó» (Gn. 1, 27). También en el segundo relato de la creación, el libro del Génesis refiere que Yahveh Dios dijo: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn. 2,18).
La narración prosigue: «y le quitó (Yahveh) una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De las costillas que Yahveh-Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne"» (Gn. 2, 21,22). El vínculo que se crea entre el hombre y la mujer en la relación matrimonial es superior a cualquier tipo de vínculo interhumano, incluso al vínculo con los padres. El autor sagrado concluye: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hace una sola carne» (Gn. 2, 24).
3. Precisamente porque se trata de una realidad enraizada de modo muy profundo en la misma naturaleza humana, el matrimonio está marcado por las condiciones culturales e históricas de cada pueblo, que han dejado siempre una huella en la institución matrimonial. Por eso, la Iglesia no puede prescindir de ellas. Lo he recordado en la exhortación apostólica Familiaris consortio: «dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y familia se realizan hoy» (n.4).
El proyecto de Dios se lleva a cabo en el camino de la historia y en la variedad de las culturas. Si, por una parte, la cultura ha influido muchas veces negativamente en la institución del matrimonio imprimiéndole una dirección contraria al proyecto divino, como en los casos de la poligamia y el divorcio, por otra parte, en no pocos casos ha sido el instrumento del que Dios se ha servido a fin de preparar el terreno para una comprensión más profunda de su intención originaria.
4. La Iglesia, en su misión de presentar a los hombres la doctrina revelada, ha tenido que confrontarse continuamente con las culturas. Desde los primeros siglos, el mensaje cristiano encontró en la cultura grecorromana un terreno favorable desde muchos puntos de vista. En particular, el derecho romano, influido por la predicación cristiana, perdió gran parte de su aspereza, dejándose influir por la humanitas evangélica y ofreciendo, a su vez, a la nueva religión un óptimo instrumento científico con el que elaborar su legislación sobre el matrimonio. La fe cristiana, mientras introducía en ella el valor de la indisolubilidad del vínculo matrimonial, hallaba en la reflexión jurídica romana sobre el consentimiento el instrumento para expresar el principio fundamental que es la base de la disciplina canónica en esta materia. Este principio fue reafirmado enérgicamente por el Papa Pablo VI en el encuentro que tuvo el 9 de febrero de 1976. Dijo entonces, entre otras cosas, que el principio «matrimonium facit partium consensus» «summum momentum habet in universa doctrina canonica ac theologica a traditione recepta, idemque saepe propositum est ab Ecclesiae magisterio ut unum ex praecipuis capitibus, in quibus ius naturale de matrimoniali instituto nec non praeceptum evangelicum innituntur» Insegnamenti , vol. XIV, 1976, 99). Éste es, por tanto, fundamental en el ordenamiento canónico (cf. canon 1057, párr. 1).
Pero el problema de las culturas se ha vuelto particularmente vivo hoy día. La Iglesia constató esta realidad con renovada sensibilidad durante el Concilio Vaticano II: «Múltiples son los vínculos -afirma la constitución Gaudium et spes- que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época» (n. 58). En la línea del misterio de la Encarnación, «la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de los fieles» (ibid.) .Sin embargo, toda cultura ha de ser evangelizada, es decir, ha de confrontarse con el mensaje evangélico y dejarse penetrar por él: «La Buena Nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado» (ibid.). Las culturas, decía Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, «han de ser regeneradas mediante el encuentro con la Buena Nueva» (n. 20).
5. Entre los influjos que la cultura actual ejerce sobre el matrimonio, hay que citar algunos que se inspiran en la fe cristiana. Por ejemplo, el retroceso de la poligamia y de otras formas de condicionamiento a las que el hombre sometía a la mujer, la afirmación de la igualdad entre el hombre y la mujer, y la tendencia creciente hacia una visión personalista del matrimonio, entendido como comunidad de vida y amor, son valores que hoy forman parte del patrimonio moral de la humanidad.
El reconocimiento de la igual dignidad del hombre y la mujer va unido al reconocimiento cada vez más amplio del derecho a la libertad de elegir, ya el estado de vida, ya el compañero en el matrimonio.
La cultura contemporánea, sin embargo, presenta también aspectos que despiertan preocupación. En algunos casos, se trata de los mismos valores positivos mencionados antes que, habiendo perdido el nexo vital con su originaria matriz cristiana, acaban siendo elementos desarticulados y escasamente significativos que ya no se puede integrar en el cuadro orgánico de un matrimonio rectamente entendido y auténticamente vivido.
En particular, en el mundo occidental, opulento y consumista, estos aspectos positivos corren el riesgo de ser tergiversados por una visión inmanentista y hedonista, que envilece el sentido verdadero del amor matrimonial. Puede resultar instructivo releer, desde el punto de vista del matrimonio, la que dice la Relación final del Sínodo extraordinario de los obispos sobre las causas externas que obstaculizan la aplicación del Concilio: «en las naciones ricas se extiende cada vez más una ideología caracterizada por el orgullo de sus progresos técnicos y por un cierto inmanentismo, que lleva hacia la idolatría de los bienes materiales (el llamado consumismo). De donde se desprende una cierta ceguera frente a la realidad y los valores espirituales» (I,4). Las consecuencias son nefastas: «este inmanentismo es una reducción de la visión integral del hombre, que la conduce no hacia su verdadera liberación, sino hacia una nueva idolatría, hacia la esclavitud de las ideologías y hacia la vida en estructuras reductivas y a menudo opresivas de este mundo» (II, A, 1). De esa mentalidad deriva el desconocimiento del carácter sagrado del matrimonio, por no decir el rechazo de la misma institución matrimonial, que prepara el camino para la difusión del amor libre.
Incluso cuando se la acepta, la institución matrimonial sufre con frecuencia algunas deformaciones tanto en sus elementos esenciales como en sus propiedades. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el amor conyugal se vive en un encerramiento egoísta, como una forma de evasión que se justifica y se agota en sí misma.
Igualmente, el absolutizar la libertad que es necesaria para el consentimiento, en el que radica el fundamento del matrimonio, lleva a la plaga del divorcio. Se olvida entonces, que frente a las dificultades de la relación, es preciso no dejarse dominar por el impulso del temor o por el peso del cansancio; hay que saber hallar en los recursos del amor la valentía de la coherencia con los compromisos asumidos.
Por lo demás, la renuncia a las propias responsabilidades, en lugar de favorecer la propia realización, causa una progresiva alienación de sí mismos. Se tiende, en efecto, a atribuir las dificultades a mecanismos psicológicos, cuyo funcionamiento se interpreta en clave determinista, con la consecuencia de un recurso expeditivo a las deducciones de las ciencias psicológicas y psíquicas para reclamar la nulidad del matrimonio.
6. Como es sabido de todos, existen aún hoy en día pueblos en los que no ha desaparecido del todo la costumbre de la poligamia. Ahora bien, también entre los católicos hay quienes, en nombre del respeto a la cultura de esos pueblos, quisieran justificar de alguna manera, o tolerar, semejante práctica en las comunidades cristianas. Durante mis viajes apostólicos no he dejado de recordar la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio monogámico y sobre la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer.
Ciertamente, no se puede ignorar que en las citadas culturas queda por recorrer todavía un largo camino hacia el reconocimiento total de la igual dignidad del hombre y la mujer. El matrimonio es aún, en gran medida, el resultado de acuerdos entre familias, que no tienen debidamente en cuenta la libre voluntad de los jóvenes. En la misma celebración del matrimonio, las costumbres sociales hacen que en ciertas ocasiones sea difícil establecer el momento en el que se expresa el consentimiento matrimonial y el momento en el que surge el vínculo matrimonial, dando pie a interpretaciones que no son conformes con la índole de alianza personal del consentimiento matrimonial.
También por lo que respecta a la fase procesal, se notan ciertas negligencias frente a la ley canónica, que se pretenden justificar invocando costumbres locales o peculiaridades de la cultura de un determinado pueblo. Respecto a este punto es conveniente recordar que negligencias de esta clase no significan simplemente la omisión de leyes procesales formales, sino que también representan un peligro de violación del derecho a la justicia, que corresponde a todo fiel, y cuya consecuencia es la pérdida del respeto hacia la santidad del matrimonio.
7. Por este motivo, la Iglesia, aunque presta la debida atención a las culturas de todos los pueblos y a los progresos de la ciencia, deberá vigilar siempre para que a los hombres de hoy se les vuelva a proponer con integridad el mensaje evangélico sobre el matrimonio, tal como ha ido madurando en su conciencia a través de la reflexión secular, guiada por el Espíritu. El fruto de esta reflexión está hoy depositado con particular riqueza en el Concilio Vaticano II y en el nuevo Código de Derecho Canónico, que es uno de los instrumentos más destacados de la aplicación del Concilio.
Con cuidado maternal, atenta a la voz del Espíritu y sensible a las instancias de las culturas modernas, la Iglesia no se limita a reafirmar los elementos esenciales que hay que proteger, sino que, usando los medios puestos a su disposición por los actuales adelantos científicos, estudia el modo de acoger todos los elementos valiosos que han venido surgiendo en el pensamiento y en las costumbres de los pueblos.
Como un signo de continuidad con la tradición y de apertura a las nuevas instancias se coloca la reciente legislación matrimonial, fundada sobre las tres columnas: el consentimiento matrimonial, la capacidad de las personas y la forma canónica. El nuevo Código ha dado cabida a los resultados conciliares, sobre todo a los que se refieren a la concepción personalista del matrimonio. Su legislación encierra elementos y protege valores que la Iglesia quiere garantizar universalmente, por encima de la variedad y mutabilidad de las culturas dentro de las que se mueven las Iglesias particulares. Al proponer de nuevo estos valores y los procedimientos necesarios para su protección, el nuevo Código deja un espacio muy grande a las responsabilidad de las Conferencias episcopales y de los pastores de las Iglesias particulares, a fin de que efectúen adaptaciones en armonía con la diversidad de las culturas y la variedad de las situaciones pastorales. Se trata de aspectos que no pueden considerarse marginales o de escasa importancia. Por ello, urge establecer las normas adecuadas que, a este respecto, exige el nuevo Código.
8. En su fidelidad a Dios y al hombre, la Iglesia se comporta como el escriba que se hizo discípulo del reino de los cielos: «saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt. 13,51). En adhesión fiel al Espíritu, que la ilumina y la sostiene ella, en su condición de pueblo de la nueva alianza, «hasta en todas las lenguas, comprende y abraza en la caridad todas las lenguas» (Ad gentes, 4).
Invito a todos vosotros, dispensadores de la justicia, a mirar el matrimonio a la luz del proyecto de Dios, para promover su realización con los medios de que disponéis, y os exhorto a perseverar generosamente en vuestro trabajo, convencidos de prestar un importante servicio a las familias, a la Iglesia y a la misma sociedad.
El Papa os sigue con confianza y afecto, y con estos sentimientos os imparte su bendición apostólica.