Alocución de Juan Pablo II a los prelados auditores, oficiales de la cancillería y abogados del tribunal de la Rota Romana
Viernes 21 de enero de 2000
Monseñor decano;
ilustres prelados auditores y oficiales de la Rota romana:
1. Cada año la solemne inauguración de la actividad judicial del Tribunal de la Rota romana me brinda la grata ocasión de encontrarme personalmente con todos vosotros, que formáis el Colegio de los prelados auditores, oficiales y abogados patrocinantes en este Tribunal. Asimismo, me ofrece la oportunidad de renovaros mi estima y manifestaros mi viva gratitud por la valiosa labor que realizáis con generosidad y gran competencia en nombre y por mandato de la Sede apostólica.
Os saludo con afecto a todos y particularmente al nuevo decano, a quien agradezco las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre suyo y de todo el Tribunal de la Rota romana. Al mismo tiempo, deseo expresar mi gratitud al arzobispo monseñor Mario Francesco Pompedda, nombrado recientemente prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, por el largo servicio que prestó en vuestro Tribunal con entrega generosa y singular preparación y competencia.
2. Esta mañana, estimulado por las palabras del monseñor decano, quiero reflexionar con vosotros sobre la hipótesis de valor jurídico de la actual mentalidad divorcista con vistas a una posible declaración de nulidad de matrimonio, y sobre la doctrina de la indisolubilidad absoluta del matrimonio rato y consumado, así como sobre el límite de la potestad del Sumo Pontífice con respecto a dicho matrimonio.
En la exhortación apostólica Familiaris consortio, publicada el 22 de noviembre de 1981, puse de relieve sea los aspectos positivos de la nueva realidad familiar, como la conciencia más viva de la libertad personal, la mayor atención a las relaciones personales en el matrimonio y a la promoción de la dignidad de la mujer, sea los negativos, vinculados a la degradación de algunos valores fundamentales y a la "equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí", destacando su influjo en "el número cada vez mayor de divorcios" (n. 6).
Escribí, asimismo, que en la base de esos fenómenos negativos que denuncié "está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta" (ib.). Por eso, subrayé el "deber fundamental" de la Iglesia de "reafirmar con fuerza, como han hecho los padres del Sínodo, la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio" (n. 20), también con el fin de disipar la sombra que algunas opiniones surgidas en el ámbito de la investigación teológico-canónica parecen arrojar sobre el valor de la indisolubilidad del vínculo conyugal. Se trata de tesis favorables a superar la incompatibilidad absoluta entre un matrimonio rato y consumado (cf. Código de derecho canónico, c. 1061, 1) y un nuevo matrimonio de uno de los cónyuges, durante la vida del otro.
3. La Iglesia, en su fidelidad a Cristo, no puede por menos de reafirmar con firmeza "la buena nueva de la perennidad del amor conyugal, que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (cf. Ef 5, 25)" (Familiaris consortio, 20), a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible unirse a una persona para toda la vida, y a cuantos, por desgracia, se ven arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se burla abiertamente del compromiso de fidelidad de los esposos.
En efecto, "enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su revelación: él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia" (ib).
La "buena nueva de la perennidad del amor conyugal" no es una vaga abstracción o una frase hermosa que refleja el deseo común de los que deciden contraer matrimonio. Esta buena nueva tiene su raíz, más bien, en la novedad cristiana, que hace del matrimonio un sacramento. Los esposos cristianos, que han recibido "el don del sacramento", están llamados con la gracia de Dios a dar testimonio de "generosa obediencia a la santa voluntad del Señor "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6), o sea, del inestimable valor de la indisolubilidad (...) matrimonial" (ib.). Por estos motivos -afirma el Catecismo de la Iglesia católica- "la Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (cf. Mc 10, 11-12) (...), que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer matrimonio" (n. 1650).
4. Ciertamente, "la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido", y, en este caso, los contrayentes "quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión anterior" (ib., n. 1629). Sin embargo, las declaraciones de nulidad por los motivos establecidos por las normas canónicas, especialmente por el defecto y los vicios del consentimiento matrimonial (cf. Código de derecho canónico, cc. 1095-1107), no pueden estar en contraste con el principio de la indisolubilidad.
Es innegable que la mentalidad común de la sociedad en que vivimos tiene dificultad para aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial y el concepto mismo del matrimonio como "alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida" (ib., c. 1055, 1), cuyas propiedades esenciales son "la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento" (ib., c. 1056). Pero esa dificultad real no equivale "sic et simpliciter" a un rechazo concreto del matrimonio cristiano o de sus propiedades esenciales. Mucho menos justifica la presunción, a veces lamentablemente formulada por algunos tribunales, según la cual la prevalente intención de los contrayentes, en una sociedad secularizada y marcada por fuertes corrientes divorcistas, es querer un matrimonio soluble hasta el punto de exigir más bien la prueba de la existencia del verdadero consenso.
La tradición canónica y la jurisprudencia rotal, para afirmar la exclusión de una propiedad esencial o la negación de una finalidad esencial del matrimonio, siempre han exigido que estas se realicen con un acto positivo de voluntad, que supere una voluntad habitual y genérica, una veleidad interpretativa, una equivocada opinión sobre la bondad, en algunos casos, del divorcio, o un simple propósito de no respetar los compromisos realmente asumidos.
5. Por eso, en coherencia con la doctrina constantemente profesada por la Iglesia, se impone la conclusión de que las opiniones que están en contraste con el principio de la indisolubilidad o las actitudes contrarias a él, sin el rechazo formal de la celebración del matrimonio sacramental, no superan los límites del simple error acerca de la indisolubilidad del matrimonio que, según la tradición canónica y las normas vigentes, no vicia el consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1099).
Sin embargo, en virtud del principio de la indisolubilidad del consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1057), el error acerca de la indisolubilidad, de forma excepcional, puede tener eficacia que invalida el consentimiento, cuando determine positivamente la voluntad del contrayente hacia la opción contraria a la indisolubilidad del matrimonio (cf. ib., c. 1099).
Eso sólo puede verificarse cuando el juicio erróneo acerca de la indisolubilidad del vínculo influye de modo determinante sobre la decisión de la voluntad, porque se halla orientado por una íntima convicción, profundamente arraigada en el alma del contrayente y profesada por el mismo con determinación y obstinación.
6. Este encuentro con vosotros, miembros del Tribunal de la Rota romana, es un contexto adecuado para hablar también a toda la Iglesia sobre el límite de la potestad del Sumo Pontífice con respecto al matrimonio rato y consumado, que "no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa, fuera de la muerte" (ib., 1141; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 853). Esta formulación del derecho canónico no es sólo de naturaleza disciplinaria o prudencial, sino que corresponde a una verdad doctrinal mantenida desde siempre en la Iglesia.
Con todo, se va difundiendo la idea según la cual la potestad del Romano Pontífice, al ser vicaria de la potestad divina de Cristo, no sería una de las potestades humanas a las que se refieren los cánones citados y, por consiguiente, tal vez en algunos casos podría extenderse también a la disolución de los matrimonios ratos y consumados. Frente a las dudas y turbaciones de espíritu que podrían surgir, es necesario reafirmar que el matrimonio sacramental rato y consumado nunca puede ser disuelto, ni siquiera por la potestad del Romano Pontífice. La afirmación opuesta implicaría la tesis de que no existe ningún matrimonio absolutamente indisoluble, lo cual sería contrario al sentido en que la Iglesia ha enseñado y enseña la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
7. Esta doctrina -la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios ratos y consumados- ha sido propuesta muchas veces por mis predecesores (cf., por ejemplo, Pío IX, carta Verbis exprimere del 15 de agosto de 1859: Insegnamenti Pontifici, ed. Paulinas, Roma 1957, vol. I, n. 103; León XIII, carta encíclica Arcanum del 10 de febrero de 1880: ASS 12 [1879-1880], 400; Pío XI, carta encíclica Casti connubii del 31 de diciembre de 1930: AAS 22 [1930] 552; Pío XII, Discurso a los recién casados, 22 de abril de 1942: Discorsi e Radiomessaggi di S.S. Pio XII, ed. Vaticana, vol. IV, 47).
Quisiera citar, en particular, una afirmación del Papa Pío XII: "El matrimonio rato y consumado es, por derecho divino, indisoluble, puesto que no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana (cf. Código de derecho canónico, c. 1118). Sin embargo, los demás matrimonios, aunque sean intrínsecamente indisolubles, no tienen una indisolubilidad extrínseca absoluta, sino que, dados ciertos presupuestos necesarios, pueden ser disueltos (se trata, como es sabido, de casos relativamente muy raros), no sólo en virtud del privilegio paulino, sino también por el Romano Pontífice en virtud de su potestad ministerial" (Discurso a la Rota romana, 3 de octubre de 1941: AAS 33 [1941] 424-425). Con estas palabras, Pío XII interpretaba explícitamente el canon 1118, que corresponde al actual canon 1141 del Código de derecho canónico y al canon 853 del Código de cánones de las Iglesias orientales, en el sentido de que la expresión "potestad humana" incluye también la potestad ministerial o vicaria del Papa, y presentaba esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la materia. En este contexto, conviene citar también el Catecismo de la Iglesia católica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial. En él se lee: "Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina" (n. 1640).
8. En efecto, el Romano Pontífice tiene la "potestad sagrada" de enseñar la verdad del Evangelio, administrar los sacramentos y gobernar pastoralmente la Iglesia en nombre y con la autoridad de Cristo, pero esa potestad no incluye en sí misma ningún poder sobre la ley divina, natural o positiva. Ni la Escritura ni la Tradición conocen una facultad del Romano Pontífice para la disolución del matrimonio rato y consumado; más aún, la praxis constante de la Iglesia demuestra la convicción firme de la Tradición según la cual esa potestad no existe. Las fuertes expresiones de los Romanos Pontífices son sólo el eco fiel y la interpretación auténtica de la convicción permanente de la Iglesia.
Así pues, se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto de definición. En efecto, esa doctrina ha sido propuesta explícitamente por los Romanos Pontífices en términos categóricos, de modo constante y en un arco de tiempo suficientemente largo. Ha sido hecha propia y enseñada por todos los obispos en comunión con la Sede de Pedro, con la convicción de que los fieles la han de mantener y aceptar. En este sentido la ha vuelto a proponer el Catecismo de la Iglesia católica. Por lo demás, se trata de una doctrina confirmada por la praxis multisecular de la Iglesia, mantenida con plena fidelidad y heroísmo, a veces incluso frente a graves presiones de los poderosos de este mundo.
Es muy significativa la actitud de los Papas, los cuales, también en el tiempo de una afirmación más clara del primado petrino, siempre se han mostrado conscientes de que su magisterio está totalmente al servicio de la palabra de Dios (cf. constitución dogmática Dei Verbum, 10) y, con este espíritu, no se ponen por encima del don del Señor, sino que sólo se esfuerzan por conservar y administrar el bien confiado a la Iglesia.
9. Estas son, ilustres prelados auditores y oficiales, las reflexiones que, en una materia de tanta importancia y gravedad, me urgía participaros. Las encomiendo a vuestra mente y a vuestro corazón, con la seguridad de vuestra plena fidelidad y adhesión a la palabra de Dios, interpretada por el Magisterio de la Iglesia, y a la ley canónica en su más genuina y completa interpretación.
Invoco sobre vuestro no fácil servicio eclesial la protección constante de María, Reina de la familia. A la vez que os aseguro mi cercanía con mi estima y mi aprecio, de corazón os imparto a todos vosotros, como prenda de constante afecto, una especial bendición apostólica.
Documento relacionado: Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Rota Romana de 2002.