La Congregación para la Doctrina de la Fe de la Iglesia Católica ha publicado un documento en el que reitera el carácter inmoral de las uniones entre personas homosexuales e insta a los políticos católicos a oponerse a las leyes que autoricen el matrimonio entre personas del mismo sexo. Las reacciones negativas al contenido del texto pueden agruparse en dos argumentos: la Iglesia se extralimita al pronunciarse sobre esta cuestión y confunde política y religión; y se equivoca porque nada hay de ilícito en ese tipo de uniones si así lo reclama una sociedad laica y democrática. Naturalmente, cada uno de los argumentos merece un comentario independiente.
Por supuesto, faltaría más, la Iglesia tiene, como cualquier otra institución o persona, todo el derecho del mundo a pronunciarse sobre cuestiones morales y jurídicas. Sólo faltaría que pudiera pronunciarse la Asociación de Gays de, pongamos, Alcorcón o Tarrasa, y no pudiera hacerlo la Iglesia Católica. Incluso quienes desearían ver reducida la moral católica a una especie de reglamento de régimen interior para incondicionales y no a una moral con pretensión de universalidad, deberían reconocer que, en este caso, la Iglesia se ha dirigido a los políticos católicos, aunque también lo haya hecho a todas las personas "comprometidas en la promoción y defensa del bien común". Pero pretender que la Iglesia se extralimite en sus funciones por recordar sus deberes morales a quienes forman parte de ella, se antoja una especie de censura laicista. ¿Es que acaso la condena eclesiástica del terrorismo entraña una confusión entre la política y la religión? Un aspecto relevante del mismo argumento es el que se refiere a la posible confusión entre la moral y el Derecho, pues es cierto que no basta con apelar a la inmoralidad de una conducta para justificar su ilicitud jurídica, mas esto puede tratarse con relación al segundo argumento citado, el que entra en la cuestión de fondo: la conveniencia de legalizar el matrimonio entre homosexuales.
Existe, al menos, un límite al libre uso de las palabras y consiste en que no confundamos bajo el mismo término cosas esencialmente distintas. Uno puede llamar matrimonio y familia a lo que le parezca, pero entonces se arriesga a ser malentendido o a confundir o engañar. Conviene reservar esos términos para las relaciones humanas institucionales orientadas a la reproducción de la especie y a la transmisión de los valores a los hijos. Toda relación que no vaya orientada a la procreación no constituye una familia. Por ejemplo, un grupo de amigos, una iglesia, un club, o la relación de una persona con su animal doméstico. Pueden ser relaciones fantásticas, más sólidas que las familiares, pero no son una familia. Las relaciones entre homosexuales, al margen de su consideración moral, deben ser permitidas por las leyes. El Derecho no debe interferir en las relaciones privadas. También puede atribuir efectos jurídicos a estas relaciones. Pero conferir naturaleza jurídica de matrimonio a lo que no puede constituir una familia, es injusto. Tratar de la misma manera lo que es esencialmente diferente, también lo es. Una comuna podría aspirar a la consideración de familia. Una pareja homosexual, no. Por la sencilla razón de que no puede tener hijos. La negativa al matrimonio homosexual no se sustenta en ningún dogma religioso sino en la evidencia de que sólo es un matrimonio aquella institución que puede transmitir la vida. Y una pareja del mismo sexo, por más que moleste a los igualitarios frenéticos, no puede hacerlo. Un matrimonio homosexual, como un matrimonio unipersonal, es una contradicción en los términos.
Autor: Ignacio Sánchez Cámara
(publicado en el diario ABC, Madrid, 2 de agosto de 2003)