Alocución a la Rota Romana de 29 de enero de 1993 (AAS, 85 (1993), pp.1256-1260)
Monseñor Decano, reverendísimos auditores, oficiales y abogados todos de la Rota Romana.
1. Dirijo a todos mi saludo deferente y cordial. Doy las gracias a monseñor Decano por las delicadas expresiones que me ha dirigido en nombre Colegio de los Prelados Auditores y de todo el Tribunal de la Rota Romana y me felicito con él por el generoso servicio prestado en tantos años de entrega asidua y fiel.
Cuán extraordinariamente grato es para mí, al comienzo de todo año judicial, reunirme con los que laudablemente prestan su labor en este Tribunal Apostólico. Grande es, en efecto, como ha puesto de relieve monseñor Decano, el vínculo entre esta Cátedra de Pedro y el grave oficio, al mismo asignado, de juzgar en nombre y por la autoridad del Romano Pontífice.
Muy gustosamente aprovecho, como ya la hicieron mis venerables predecesores, esta ocasión para proponer, año tras año, a vuestra atención y, a través de vosotros, a todos los que en la Iglesia trabajan en el ámbito específico de la administración de la justicia, cuanto la solicitud apostólica me sugiere.
2. Mientras que todavía resuenan los ecos del reciente encuentro de oración celebrado en Asís, con la participación de numerosos hermanos de las Iglesias y comunidades cristianas de Europa, como también de otros creyentes sinceramente comprometidos en el servicio de la paz, necesariamente debo subrayar que el fruto principal también de vuestro trabajo debe ser siempre el reforzamiento y el restablecimiento de la paz en la sociedad eclesial.
Y ello no sólo porque, como enseña el doctor Angélico, siguiendo las huellas de San Agustín: « Todos apetecen la paz»: más aún, «es menester que todo apetente codicie la paz, en cuanto que desea llegar a lo apetecido tranquilamente y sin tropiezo, lo cual encierra la esencia de la paz, que define San Agustín: «la tranquilidad del orden» (cfr. Santo Tomás, Sum. Theol. II, IIae, q. XXIX, art. 2.), sino porque derecho, justicia y paz se reclaman, se integran y se completan mutuamente.
El ilustre jurista Francesco Carnelutti escribió al respecto: «Derecho y justicia no son la misma cosa. Existe entre ellos la relación de medio a fin; derecho es el medio, justicia el fin... Pero, ¿qué es este fin? Los hombres tienen, sobre todo, necesidad de vivir en paz. La justicia es la condición de la paz... Los hombres alcanzan este estado de ánimo cuando hay orden en ellos y alrededor de ellos. La justicia es conformidad con el orden del universo. El derecho es justo cuando sirve realmente para poner orden en la sociedad» (Francesco Carnelutti, Cómo nace el derecho, 1954, pág. 53).
3. Basten estas reflexiones para evitar toda transigencia a formas inoportunas de espíritu antijurídico. El derecho en la Iglesia, como en el resto de los Estados, es garantía de paz e instrumento para la conservación de la unidad, si bien no en sentido inmovilista; la actividad legislativa y la labor jurisprudencial sirven, en efecto, para garantizar la obligada actualización y para permitir una respuesta unitaria al cambio de las circunstancias y a la evolución de las situaciones.Con esta intención -que trasciende el aspecto externo de la Iglesia para alcanzar la dimensión más íntima de su vida sobrenatural- se publican las leyes canónicas: así, en particular, fue promulgado para la Iglesia latina, el Código Pío-Benedictino, en el año 1917, y posteriormente el de 1983, preparado con prolongada y concienzuda labor de estudio, en la que han colaborado los Episcopados del mundo entero, las Universidades católicas, los Dicasterios de la Curia Romana y numerosos maestros del derecho canónico. En esta perspectiva, he tenido también la alegría de promulgar por último, en el año 1990, el «Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium» (Código de cánones de las Iglesias Orientales) .
Resultaría inútil, sin embargo, la suprema finalidad de dicho esfuerzo legislativo, no solamente si los cánones no fueran observados -«las leyes canónicas por su misma naturaleza exigen observancia» escribí en la Constitución por la que se promulgaba el Código Latino-, sino también, y con no menos graves consecuencias, si la interpretación y, por tanto, la aplicación de los mismos fueran dejadas al arbitrio de las personas o de aquellos a quienes se confía la misión de hacerlos observar.
4. Que, a veces, por aquellas imperfecciones que son inherentes a las obras humanas, el texto de la ley pueda originar y de hecho origine, particularmente en los primeros tiempos de vigencia de un Código, problemas hermenéuticos, no es algo de lo que debamos sorprendemos. El mismo legislador ha previsto esta eventualidad y, en consecuencia, ha establecido normas precisas de interpretación, cuando se presenten situaciones análogas a «Legis lacunas» (Lagunas de la ley) (canon 19), con el fin de señalar los criterios apropiados para su interpretación.
A fin de evitar arbitrarias interpretaciones del texto del Código, siguiendo disposiciones análogas de mis predecesores, desde el 2 de enero de 1984, con el Motu Proprio Recognito Iuris Canonici Codice, he creado la Pontificia Comisión para la interpretación auténtica del Código, que posteriormente, con la Constitución Apostólica Pastor Bonus, he transformado en Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos, ampliando su competencia.
Es, sin embargo, evidente que con demasiada frecuencia se producen situaciones en las que la interpretación y la aplicación de la Ley canónica son confiadas a quienes corresponde en la Iglesia la potestad tanto ejecutiva como judicial. En este contexto del ordenamiento eclesial se enmarca el oficio confiado a los Tribunales (cfr. canon 16, pár. 3 ), y de forma particular y con finalidad específica a la Rota Romana, dado que ésta «vela por la unidad de la jurisprudencia y, mediante las propias sentencias sirve de auxilio a los tribunales inferiores» (Const. Apost. Pastor Bonus, art. 126).
5. A este respecto, no parece inoportuno mencionar aquí algunos principios hermenéuticos, omitidos los cuales, la misma Ley canónica se disuelve y deja de ser tal, con peligrosos efectos para la vida de la Iglesia, para el bien de las almas, en especial para la intangibilidad de los sacramentos instituidos por Cristo.
Si las leyes eclesiásticas deben ser interpretadas, ante todo, «según el propio significado de las palabras teniendo en cuenta el texto y el contexto» se deduce de ello que sería totalmente arbitrario, más aún, abiertamente ilegítimo y gravemente culposo, atribuir las palabras utilizadas por el legislador, no su propio «significado», sino el significado sugerido por disciplinas distintas de la disciplina canónica.
Además, en la interpretación del vigente Código no se puede admitir la hipótesis de una ruptura con el pasado, como si en el año 1983 se hubiera producido un salto hacia una realidad totalmente nueva. El legislador, en efecto, positivamente reconoce y sin ambigüedad afirma la continuidad de la tradición canónica, particularmente donde sus cánones hacen referencia al viejo derecho (cfr. canon 6 § 2).
Ciertamente, no pocas novedades han sido introducidas en el vigente Código. Una cosa, sin embargo, es constatar que se han efectuado innovaciones en no pocas instituciones canónicas, y otra pretender atribuir significados no coincidentes con el lenguaje utilizado en la formulación de los cánones. En verdad, preocupación constante del intérprete y del que aplica la Ley canónica debe ser interpretar las palabras utilizadas por el legislador según el significado atribuido a ellas por larga tradición en el ordenamiento jurídico de la Iglesia por la doctrina consolidada y por la jurisprudencia. Cada término, además, debe ser considerado en el texto y en el contexto de la norma, en una visión de la legislación canónica que permita una valoración unitaria de la misma.
6. De estos principios, consagrados por otra parte, como se ha visto, por la misma norma positiva, no debe apartar, específicamente en materia matrimonial, la intención de una mejor precisada «humanización», de la Ley canónica. Con dicho argumento, en efecto, se pretende no raras veces avalar una propia y excesiva relativización, como si impusieran, para salvaguardar auténticas exigencias humanas, una interpretación y una aplicación de la misma que terminan por desnaturalizar sus características.
La confrontación entre la majestad de la Ley canónica y aquéllos a los que va dirigida, ciertamente no debe omitirse o minimizarse, como ya recordé en la alocución del año pasado: esto, sin embargo, implica la exigencia de conocer correctamente la normativa de la Iglesia, incluso sin olvidar, a la luz de una correcta antropología cristiana, la realidad «hombre», a quien aquélla está destinada. Someter la Ley canónica al capricho o a la invención interpretativa, en nombre de un «principio humanitario» ambiguo e indefinido, significaría mortificar, incluso antes que la norma, la misma dignidad del hombre.
7. Así -por proponer algún ejemplo- sería grave herida ocasionada a la estabilidad del matrimonio y, por tanto, al carácter sagrado del mismo, si el hecho simulado no fuera siempre concretado por parte del declarado simulador en un «acto positivo de la voluntad» (cfr. canon 1101 § 2); o si el así denominado «error iuris» sobre una propiedad esencial del matrimonio o la dignidad sacramental del mismo no adquiriese tal intensidad que condicionara el acto de voluntad, determinando así la nulidad del consentimiento (cfr. canon 1099).
Pero también en materia de «error facti», específicamente cuando se trata de «error in persona» (cfr. canon 1097 § 1), a los términos usados por el Legislador no está permitido atribuir un significado extraño a la tradición canónica; como también el «error in qualitate personae» solamente puede invalidar el consentimiento cuando una cualidad ni frívola ni banal, «se pretenda directa y principalmente» (cfr. canon 1097 § 2), es decir, como eficazmente ha afirmado la jurisprudencia de la Rota, «cuando predomina la cualidad sobre la persona».
He aquí todo lo que hoy quería presentar a vuestra atención, queridísimos auditores, oficiales y abogados de la Rota Romana, con la certeza de la constante fidelidad de este Tribunal a las exigencias de seriedad y de profundización auténtica de la Ley canónica, en el específico ámbito que le es propio.
Al ofreceros mi cordial augurio de un trabajo sereno y útil, imparto a todos vosotros, como señal de sincera estima y auspicio de la constante asistencia divina, la propiciadora Bendición Apostólica.