El ordenamiento jurídico de una sociedad democrática y avanzada como la nuestra debe proteger, en cualquier relación jurídica, a aquella parte que se encuentre en la posición más débil. Así, en el proceso penal, al imputado frente al ministerio fiscal (pro reo); en la relación laboral, al trabajador frente al empresario (pro operario); en una relación médica, al paciente frente al hospital (pro patiente), etc. Me parece que es momento de analizar la institución matrimonial desde esta perspectiva de protección de los más débiles, esto es: los hijos (pro filiis).
Los juristas no podemos olvidar que el matrimonio es sobre todo y ante todo una institución social, y no sólo jurídica, con una marcada dimensión religiosa, ética, moral y psicológica, porque afecta a lo más íntimo de la persona. El concepto de matrimonio (matrimonium) no fue creado por los juristas, como sí lo fueron, en cambio, los conceptos de "contrato", "estipulación", "dolo", "testamento", "propiedad" o "posesión" y otros muchos. El matrimonio interesa, pues, a los juristas sólo en la medida en que de él deriven relaciones de justicia. Por eso, una excesiva juridificación del matrimonio más que enriquecerlo lo empobrece, ya que la perspectiva jurídica del matrimonio es siempre parcial, limitada; de entrada porque el posible amor que une a los cónyuges trasciende a todas luces el Derecho. El amor, móvil de tantas acciones genuinamente humanas, es, en realidad, un concepto metajurídico. Flaco servicio se prestaría a la sociedad si la contemplación jurídica del matrimonio desvirtuara su auténtica naturaleza, presente en todas las civilizaciones, a saber: que la propagación del género humano se desarrolle en el marco social más adecuado.
El Derecho romano analizó el matrimonio desde la posición del pater familias. Las personas nacidas en justas nupcias quedaban sometidas exclusivamente a su patria potestas, institución típicamente romana (ius proprium civium Romanorum). Ésta permitía al pater familias adquirir un poder absoluto sobre sus hijos, que ponía al cuidado de su esposa y madre de éstos (matrimonium, de mater) para así poder dedicarse él a la administración de los bienes familiares (patrimonium, de pater).
Puede llamar la atención, a primera vista, que los juristas romanos, creadores ellos, como he dicho, del término "contrato" y conscientes de que el matrimonio nacía del consentimiento (nuptias non concubitus sed consensus facit), no contractualizaran el matrimonio, como sí, en cambio, otras relaciones bilaterales, como la compraventa, el arrendamiento, la sociedad, el mandato o la fiducia. La preponderancia del padre en la familia romana impedía ver en el matrimonio una relación jurídica bilateral en sentido estricto. Lo jurídico era propiamente la patria potestas o la manus (poder marital), pero no el matrimonio, que no originaba propiamente un vínculo jurídico inter partes, sino un vínculo social con efectos jurídicos; de ahí que, en Roma, no hubiera diferencia entre separación y divorcio.
La contractualización del matrimonio (contractus matrimonii), ya en la Edad Media (Pedro Lombardo, Tomás de Aquino, o Henry Bracton en la tradición del common law), supuso un gran avance en la comprensión de la institución matrimonial por cuanto creó entre los cónyuges un vínculo jurídico estable y no sólo un vínculo social con ciertos efectos jurídicos. Canonistas y moralistas comenzaron entonces a interesarse por el matrimonio desde su igual posición conyugal (vir et uxor pares sunt) y centraron su atención en el estudio de la cópula sexual, en cuanto generadora de derechos y obligaciones ("débito conyugal"). El matrimonio por antonomasia pasó a ser el matrimonio canónico, indisoluble ratione materiae, es decir, por configurarse los cónyuges como "una carne" (Génesis 1, 27; 2, 24. Mateo 19, 5).
La necesidad de la forma ad validitatem proclamada por el Concilio de Trento (1563) otorgó al matrimonio el carácter público que siempre conservó el matrimonio romano. Siglos después, en la tradición del common law, continuaba considerándose el matrimonio un contrato. Con rotundidad lo afirma William Blackstone, en sus famosos Commentaries on the Law of England (1765-1769) I.15.1, con los que se iniciaron en el Derecho, entre otros muchos, los juristas norteamericanos: "Our law considers marriage in no other light than as a civil contract".
La revolucionaria Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791 secularizó el matrimonio (art. 7: "La loi ne considère le mariage que comme contrat civil"), y abrió las puertas al divorcio civil por mutuo consentimiento (Ley de divorcio de 9 de octubre de 1792). El Code civil de 1804 recogió esta concepción del contrato civil así como el divorcio por mutuo consentimiento, aunque bastante mitigado con respecto a la ley de 1792. Apostó el código francés por una familia patriarcal, inspirada sin duda en el Derecho romano. La influencia mundial de este código hizo que paulatinamente calaran estas doctrinas en muchos otros ordenamientos jurídicos europeos, americanos y asiáticos.
La plena equiparación entre los hijos legítimos (matrimoniales) y los ilegítimos (no matrimoniales), especialmente en la segunda mitad del siglo XX, fue utilizada políticamente para defender que el matrimonio no debía ser el único entorno reconocido por el Derecho para la procreación. Alejado de su fin primario, el matrimonio se fue transformando paulatinamente en un mero contrato de convivencia entre un hombre y una mujer con una affectio maritalis y un proyecto común de vida unilateralmente renunciable.
No hay, sin embargo, ninguna razón jurídica de peso para que las ventajas sucesorias, fiscales, laborales, etc., de este tipo de convivencia queden reducidas a la pareja heterosexual que muestre una afectividad sexual similar a la matrimonial. Tampoco la hay para discriminar legalmente a aquellas parejas que no convivan con una affectio maritalis. ¿Por qué dos novios sí y una madre viuda con su hijo, no, ni un padre viudo con su hija, ni una hermana viuda con su hermano soltero? ¿Por qué dos y no tres? ¿Y por qué no dos personas del mismo sexo? Dos hermanos, dos amigas. Así las cosas, no sorprende que grupos homosexuales vengan exigiendo en Europa y América un derecho al matrimonio civil entre personas del mismo sexo, y que en España se esté tramitando un proyecto de ley en esta misma dirección (a todas luces inconstitucional, dicho sea de paso). La institución matrimonial toca, de esta forma, fondo en este profundo y revuelto mar de incertidumbres jurídicas.
En mi opinión, desde el punto de vista estrictamente jurídico (y por tanto siempre limitado), es necesario tener en cuenta lo siguiente:
La orientación sexual, es decir, la atracción sexual que puede experimentar todo hombre o mujer con respecto a las restantes personas, no tiene relevancia jurídica pues pertenece al ámbito de la más estricta intimidad. Dar carta de naturaleza a la orientación sexual es discriminatorio. En efecto, es discriminatorio contratar a un médico por el hecho de que le atraigan sexualmente unas u otras personas como también dejar de hacerlo por este motivo. Prueba de la irrelevancia jurídica de la orientación sexual es que los ordenamientos no consideran ésta a efectos de la capacidad para contraer matrimonio; de ahí que no impidan el matrimonio a un homosexual con una persona del sexo opuesto, como tampoco tener hijos.
El contrato de convivencia debe estar abierto a toda persona en razón de la libertad contractual que ha de informar cualquier ordenamiento jurídico moderno. Que dos, tres o cinco personas, del mismo o distinto sexo, siempre al margen de la orientación sexual, decidan vivir juntos por las razones que consideren oportunas no afecta al Derecho más allá de las relaciones de justicia que origina la propia relación convivencial (representante en la comunidad de vecinos, arrendamiento del piso, etc.), que no necesita en modo alguno una protección jurídica pública especial.
La procreación es esencial en el matrimonio: Tres faciunt matrimonium, podría llegarse a afirmar parafraseando a los juristas romanos. Aquí radica precisamente la diferencia entre la institución matrimonial y el contrato de cohabitación. Las obligaciones de los padres en relación al correcto desarrollo de la personalidad del nuevo ciudadano justifican plenamente una peculiar protección matrimonial por parte de los poderes públicos.
Es el nuevo hijo y ciudadano quien se encuentra, en esa relación matrimonial, en la posición más débil; por eso, debe ser aquél protegido preferentemente por el Derecho frente a los intereses de los padres. En el matrimonio, la principal relación jurídica es la que se establece entre los padres, por una parte, y cada hijo, por otra. Un padre o una madre no pueden dejar de serlo; nuestra legislación, sin embargo, sí permite que se pueda dejar de ser esposo o esposa por el divorcio. La exigencia de estabilidad matrimonial radica precisamente en la necesidad de proteger al nuevo hijo. Los contratos de cohabitación, en cambio, no tienen por qué estar sujetos a ninguna cláusula de estabilidad limitativa de la libertad contractual.
La adopción debe mantenerse al margen de este debate actual sobre la institución matrimonial, pues no afecta al nacimiento de un nuevo ciudadano sino al correcto desarrollo de aquellos que no tienen capacidad para vivir con independencia. Con todo, al no ser jurídicamente relevante la atracción sexual, no tiene sentido, desde una perspectiva jurídica, plantearse si deben o no adoptar las personas en razón de su orientación sexual. El centro del debate sobre la adopción radica en la cualificación exigida al adoptante (sea persona física o jurídica) por el ordenamiento jurídico. Naturalmente, el matrimonio, en la medida en que "la adopción imita la naturaleza" (Inst. 1.14.4: adoptio naturam imitatur), constituye el entorno más apropiado para la adopción, aunque no el único. Mientras exista posibilidad de "imitar la naturaleza", ésta debe prevalecer frente a cualquier otra opción, en virtud del principio pro filiis.
En resumen, pienso que el interés público del nacimiento de un nuevo ciudadano justifica la especial protección jurídica de la institución matrimonial por parte de los poderes públicos. Esto explica que sólo sea posible el matrimonio entre personas de distinto sexo, con independencia de su orientación sexual. Otorgar carta de naturaleza jurídica a la orientación sexual (causa de despido, de incapacidad matrimonial, etc.), constituye un motivo de discriminación en razón del sexo, del todo inaceptable. Los poderes públicos no podrán investigar en ningún caso la orientación sexual de los ciudadanos. El ordenamiento jurídico, y con esto vuelvo al principio, debe proteger la posición más débil en cualquier relación jurídica; en el matrimonio, a los hijos.
Ésta sea quizá una buena perspectiva para contemplar la institución matrimonial en una sociedad democrática del tercer milenio.
Rafael Domingo es Director de la Cátedra Garrigues (Universidad de Navarra)
Fuente: La Gaceta de los Negocios, Madrid, 18 de junio de 2005