... consideramos el divorcio un producto de la corrupción de los hombres y de la sociedad. El Estado que no hace nada para evitar semejante corrupción, pues en la escuela no se enseña el verdadero sentido de la vida ni los principios objetivos de la moral, termina por aceptar el divorcio, el cual, además de concretarse en la práctica, es una idea dinámica, que por su fuerza disolvente, por contagio y por imitación, y por adecuarse sin ningún esfuerzo a los impulsos de las bajas pasiones, a todos los impulsos de la sensualidad y volubilidad del corazón, se convierte en un eficaz agente de descomposición social, que con su sanción legal introduce la inestabilidad en todas las relaciones sociales, para debilitar al Estado, desorganizar la sociedad y destruir la familia, en contubernio de esterilidad de vida, castración de ideales y liquidación de toda espiritualidad" (1).
Sumario:
1. Introducción.
2. La responsabilidad del Estado y de otros causantes en la propagación del divorcio legal.
3. Primeras conclusiones.
4. Evolución de las causas legales de divorcio en el siglo xx.
5. funcionamiento del llamado sistema de divorcio-sanción.
6. El divorcio-quiebra.
7. El divorcio por mutuo consentimiento.
8. El divorcio sin alegación de causa y a petición de cualquiera de los cónyuges.
9. El divorcio tramitado ante las autoridades administrativas.
10. Algunas líneas provisionales de convergencia.
11. La nueva ley española 15/2005, de 8 de julio, en materia de separación y divorcio.
12. El fracaso estatal del divorcio y sus posibles remedios.
Notas
1. Introducción
Analizada en la multiplicidad de sus efectos (2), se llega a la conclusión de que la disolución del matrimonio por divorcio se ha convertido en un auténtico cáncer de la institución matrimonial, la cual ha sido, y sigue estando, de este modo minada desde dentro, de modo lento aunque inexorable, en las sociedades occidentales, especialmente a lo largo del pasado siglo xx y en los inicios del xxi. El hecho de su generalización en la gran mayoría de legislaciones civiles matrimoniales, y de su práctica universalización a todos los países del mundo (3), ya no permite que sea considerado aquel régimen jurídico como una cuestión simplemente opinable, ni como meramente accidental o secundaria en la regulación matrimonial, ni tampoco como una circunstancia regulativa menor cuya existencia no afectaría a la institución misma; por el contrario, el divorcio puede considerarse en realidad -permítaseme el símil bélico- como una carga de profundidad que apunta de lleno a la línea de flotación de la familia, por lo que, sin caer en catastrofismos, cabe augurar, a muy corto plazo, un naufragio total de la institución matrimonial y de la familia en la sociedad occidental. Y si, paralelamente, se mantiene la política pro divortio, o, al menos, la del laissez faire, o de la neutralidad del Estado ante los cambios familiares, cabe preguntarse: ¿Cui prodest?
Ciertamente, otros hechos y movimientos sociológicos e ideológicos han coadyuvado y siguen coadyuvando también eficazmente en el aludido ataque al matrimonio y a la familia, y hay que reconocer que en el último cuarto de siglo han logrado notables éxitos, tales como el reconocimiento legal de algunos -o de todos- los efectos del matrimonio a las llamadas uniones de hecho, culminando últimamente en el reconocimiento del soi-dissant matrimonio homosexual. Aquellos eslóganes -que hoy nos parecen algo ingenuos en su formulación- del primer tercio del siglo pasado que llegaron incluso a reflejarse en el enunciado de artículos publicados en sesudas revistas jurídicas francesas (Le crepuscule du marriage o L'avvenement de l'union libre) están sorprendentemente a punto de convertirse en realidad, si bien durante el período intermedio han variado radicalmente los métodos empleados para obtener dichos fines; aquellos antifamiliaristas declarados y románticos que podría simbolizar Zola con su conocido ex abrupto: Famille, je vous haïs!, iban del brazo, quizá sin darse cuenta del todo, con los partidarios de Engels (quien sostuvo que cuando el ciudadano ya no está legitimado para poder afirmar legal-mente que esta cosa es de mi propiedad, dejará igualmente de poder afirmar esta mujer es mía; es decir, desaparecida la propiedad privada desaparecerá el matrimonio); más tarde, similares propósitos se mantendrán por los propulsores de las comunas de los años sesenta del pasado siglo (todavía subsistentes minoritariamente en Dinamarca, EEUU y Canadá, y hasta en alguna de nuestras Islas Afortunadas), quienes al defender la total promiscuidad en el interior de las mismas, creyeron, erróneamente, haber dado nacimiento a la primera sociedad que había logrado prescindir de cualquier vínculo jurídico familiar. Quizá lo más llamativo del último cuarto de siglo es que el movimiento antifamiliar ha decidido actuar, no ya sólo ad extra, sino que ha penetrado dentro de las instituciones, brindando a los cónyuges, por ejemplo, procedimientos jurídicos cada vez más rápidos y eficaces de autodestrucción, logrando que se instaure en algunos países el divorcio ad libitum, por decisión unilateral y sin alegación de causa.
2. La responsabilidad del Estado y de otros causantes en la propagación del divorcio legal
En abstracto no cabe negar la responsabilidad final del Estado que, en último término, propone, promulga y aplica la normativa divorcista. La historia muestra, a estos efectos, que, modernamente y a través de una doble vía, suele instaurarse el divorcio en una legislación que lo desconocía hasta ese momento; bien sea mediante un régimen revolucionario (así ocurre en Francia después de 1789, y en Portugal después de 1917, y probablemente sucedió en la España de 1932), o también en virtud de violentos acontecimientos externos que se traducen en irresistibles presiones (así el Anschluss en Austria, en 1938, significó la eliminación del régimen concordatario existente y la extensión a este país del régimen matrimonial nazi cuyas características todos conocemos); bien sea -supuesto hoy normal- mediante la aprobación democrática de leyes ordinarias (modificando, a veces, la Constitución opuesta a aquél, como tras varios intentos fallidos ha ocurrido en Irlanda), todo ello en virtud de mayorías parlamentarias sostenidas por partidos en cuyos programas se había inscrito previamente el tema divorcista; dándose el caso de que no siempre aquéllos respetan la eventual objeción de conciencia de sus diputados en materia tan sensible y delicada, y así se han podido contemplar, tanto actitudes heroicas de parlamentarios fieles a sus convicciones que se atreven a desafiar a sus partidos, como el caso contrario, quizá más frecuente. Si de modo muy general cabría decir que los partidos calificados lato sensu de izquierda suelen ser favorables al divorcio, la historia muestra casos en que aquéllos han votado a favor de la indisolubilidad [así en la primera Ley española de Matrimonio civil de 1870, o las subsiguientes mayorías de partidos laicos italianos que fueron rechazando sucesivamente en el país la introducción del divorcio desde 1865 a 1970, hasta la formación en la última fecha de un novedoso frente laico divorcista que se benefició de las debilidades del frente contrario (4)]; el ejemplo opuesto se produjo en España al redactarse la Constitución de 1978, con la actitud poco clara y, hasta cierto punto, vergonzante, en esta concreta cuestión, de la UCD (4 bis).
La experiencia demuestra que, introducido por primera vez el divorcio en un sistema jurídico determinado, resulta harto difícil volver democráticamente al primigenio régimen indisolubilista, de aquí que, a la inicial responsabilidad estatal se añade la de mantenella y no enmendalla, y, lo que es peor, la huida hacia adelante que suponen las sucesivas modificaciones legislativas encaminadas, casi exclusivamente, a facilitar más y más el divorcio, como abrumadoramente enseña la historia europea y americana del siglo xx.
Creo, no obstante, que hace falta una mayor perspectiva histórica que permita diferenciar causas y modular responsabilidades. Si bien los efectos del divorcio se han agravado considerablemente en Europa, y en el mundo occidental, a lo largo del siglo xx, es preciso remontarse como hecho decisivo a lo ocurrido algunos siglos atrás, y señalar como clave el momento histórico en que el Estado moderno empieza a disputar abiertamente a la Iglesia Católica [las demás confesiones cristianas apenas influirán en el resultado, como luego se verá, o apoyarán claramente las tesis estatales (5)] las competencias exclusivas en materia matrimonial. Contienda mantenida con desiguales medios, y desarrollada con alternativas diversas a lo largo de los últimos siglos, aunque su resultado final ha sido, globalmente, negativo para los objetivos de la Iglesia católica.
Habría que diferenciar, de entrada, a partir de la Reforma, entre los Estados de mayoría católica que conservaron por mucho más tiempo la unidad religiosa, tanto jurídica como sociológicamente, y los demás Estados afectados decisivamente por aquélla (en aplicación del principio cujus regio eius religio). En efecto, hasta la Reforma del siglo xvi, en el ámbito de la Cristiandad medieval occidental se aceptaba que el matrimonio pertenecía a las denominadas quaestiones mixtae, distribuyéndose cuidadosamente la competencia jurisdiccional, de modo que lo relativo a la existencia del vínculo matrimonial y a las causas de separación correspondía a la Iglesia, mientras que el Estado entendía exclusivamente de los llamados efectos civiles (régimen económico del matrimonio, filiación, sucesiones, etcétera). Todo ello a salvo de algunas concretas cuestiones disputadas, especialmente en Francia (por ejemplo, la doctrina galicana sobre los consentimientos requeridos para el matrimonio de los hijos sujetos a patria potestad).
Las consecuencias de la Reforma van a influir decisivamente en tan difícil equilibrio competencial, inclinando decisivamente la balanza, en último término, a favor del Estado (6). A partir de Lutero, la teología reformada admite el divorcio vincular (7), y ya no considera que el matrimonio sea uno de los sacramentos, sino una materia estatal cuya regulación exclusiva se encomienda al poder temporal; los novios seguirán acudiendo a la iglesia para recibir una bendición, pero las Iglesias surgidas de la Reforma se limitarán a prescribir normas morales y rituales sobre el matrimonio -a las que, desde luego, no renuncian y siguen practicando en buena medida sus fieles-, pero sin querer interferir para nada en la regulación estatal; de aquí que no haya escrúpulo alguno en bendecir matrimonios en que intervienen divorciados, ni en pronunciarse recientemente, por ejemplo, a favor de la nueva legislación escandinava, como han hecho varias Iglesias luteranas de aquellos países, que autorizan a sus pastores a bendecir, incluso, a las parejas homosexuales que lo pidan.
La doctrina de las Iglesias surgidas de la Reforma sostiene, con ciertas restricciones, el divorcio vincular (8); el derecho canónico protestante acepta como causas de divorcio el adulterio, la malitiosa desertio y la quasidesertio, la obstinada negativa a cumplir el débito conyugal, las insidias y las sevicias que, finalmente, van a convertirse en causas autónomas; además algunos soberanos territoriales pertenecientes a aquella confesión admitieron además el divorcio por mutuo consentimiento y por enajenación mental.
La Escuela Protestante de Derecho Natural ofrece apoyatura jurídica a tales concepciones religiosas, pues concibe el matrimonio como un contrato civil, ampliando incluso las causas de divorcio señaladas por la doctrina canonista protestante (9); así el Allgemeines Landrechts prusiano lo admite por mutuo acuerdo en caso de matrimonio sin hijos, y, asimismo, por decisión unilateral si la voluntad de ruptura está tan arraigada que no hay esperanza alguna de reconciliación y de consecución de los fines del estado matrimonial. La Ley del Reich de 1875 derogó todo el derecho eclesiástico todavía residualmente vigente en algunos Estados territoriales y generalizó el divorcio vincular. Se preparó el terreno para que, al promulgarse el BGB alemán, no hubiera variación sustancial en cuanto a la admisión del divorcio en todo el Imperio, aunque sí una cierta aparente moderación, pues el legislador adoptó, en esta materia, una vía media entre algunos Derechos particulares muy favorables al divorcio y el derecho canónico protestante oficial, más restrictivo.
En la regulación del matrimonio civil alemán codificado se señala así una cierta confluencia entre las ideas galicanas y protestantes secularizadas que ponen el acento como momento perfectivo del matrimonio en la intervención del funcionario del Registro; la declaración de éste viene a constituirse en heredero de la actuación celebrativa del párroco protestante. Por otra parte, nada supondrá para el significado exclusivamente civil del matrimonio el llamado parágrafo del Kaiser (§ 1588), respetado en las sucesivas reformas matrimoniales alemanas, introducido por deseo de Guillermo I y tomado de la Ley sobre el estado civil de las personas, que representa, más bien, un gesto de magnánima deferencia antes que una auténtica aceptación de las doctrinas de la Iglesia católica sobre el matrimonio (10).
Lenta fue, por otro lado, la admisión y desarrollo de la práctica del divorcio en Inglaterra, pues después de la separación de Roma, los tribunales eclesiásticos ingleses continuaron pronunciando únicamente sentencias de nulidad y de separación a mensa et thoro; la sola posibilidad de pasar a nuevas nupcias era obtener una resolución del Parlamento que decretase el divorcio a vinculo, procedimiento que se desarrolló a partir del siglo XVIII (11); por ello, a lo largo de este último siglo se tramitaron sólo 134 peticiones de divorcio, debido probablemente al elevado costo del procedimiento, y no llegaron al centenar las introducidas antes de entrar en vigor la Matrimonial Causes Act de 1857, que legalizó, por primera vez en este país, el divorcio por sentencia judicial.
Con todo, las ideas inspiradoras de la Revolución Francesa fueron decisivas en la generalización del divorcio en Europa, habiendo previamente abonado el terreno las ideas de la Reforma sobre el matrimonio y los principios sustentados por la Escuela Protestante del Derecho Natural. Los filósofos liberales del siglo XVIII, especialmente Montesquieu y Voltaire, atacaron el principio de indisolubilidad matrimonial en nombre de la libertad, la cual, sostenían, no podía enajenarse en un compromiso perpetuo (12). La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclama que la loi ne considere le mariage que comme un contrat civil; de donde derivaba que si el matrimonio sólo puede ser considerado como un contrato civil, era ineludible deducir la admisión del divorcio por mutuo consentimiento. La Asamblea Legislativa aprobó la Ley de 20 de septiembre de 1792 (13) que admite el divorcio por causas determinadas en virtud de sentencia, y además por mutuo consentimiento y por incompatibilidad de caracteres alegada por uno cualquiera de los cónyuges; sucesivos Decretos van ampliando las causas de divorcio y simplifican el procedimiento hasta el punto de que el Oficial del Estado Civil podía pronunciarlo por el mero hecho de haber vivido separados los cónyuges durante seis meses, hecho que cabía probar por acta de notoriedad y seis testigos. Los efectos de esta legislación no se hicieron esperar, y si bien el divorcio fue poco practicado en las zonas rurales, alcanzó proporciones inquietantes en las ciudades, hasta el punto de que en 1798 el número de divorcios superó al de matrimonios celebrados. La propia Convención se alarmó y un nuevo decreto revolucionario derogó las amplias facilidades que se habían concedido, volviéndose al régimen estricto de la Ley de 1792 (14).
Los autores del CC francés de 1804 estaban divididos sobre la oportunidad del divorcio y, al parecer, eran poco favorables a su conservación. Lo mantuvieron, sin embargo, ya sea para no dar la impresión de que habían sacrificado demasiado el derecho revolucionario (opinión de Marty y Raynaud), ya sea en razón al fondo individualista de la filosofía que inspiraba aquél, a su intención secularizadora y al influjo personal de Bonaparte, que no dejó de entrever la posibilidad de servirse del mismo en provecho propio (15). Se aceptó, en definitiva, una postura en apariencia transaccional, eliminándose el divorcio por voluntad unilateral; se conservó el divorcio por mutuo consenso, si bien sujetándolo a requisitos muy estrictos (asentimiento de los padres y de los cónyuges, acuerdo sobre la educación de los hijos, cesión inmediata a éstos de la mitad de los bienes de cada cónyuge), y se reducen a tres las causas de divorcio por sentencia judicial, haciéndose más costoso y complicado el procedimiento. Por último, se restablece la separación de personas, suprimida por la Revolución, que vino a considerarse el divorcio de los católicos.
Pero la primera fase de la vigencia del divorcio en Francia no fue muy duradera, pues su suerte se vinculó a las vicisitudes del Imperio, de modo que, al caer éste, se derogó aquél. Con la Restauración se proclamó nuevamente el catolicismo como religión del Estado, y una Ley de 1816 (16) suprimió el divorcio contra el cual se había pronunciado 1a opinión pública católica y su jerarquía. Pero en 1830 deja de ser el catolicismo la religión oficial y, a partir de entonces, el tema del divorcio evoluciona en función de las opiniones mayoritarias secularizadoras o confesionales; se señalan hasta cuatro intentos parlamentarios para introducirlo, que fracasaron, y hubo que esperar a la III República para la reintroducción, esta vez definitiva, del divorcio en Francia, impulsada por el escritor Naquet, elegido diputado en 1870, quien tras varios intentos logró se aprobara en 1884 la ley que lleva su nombre (17). En la intención de su autor, el restablecimiento del divorcio debía ser un remedio muy excepcional aplicable a los casos, más bien raros, en que el mantenimiento de la unión conyugal parecía prácticamente imposible; se prescinde del divorcio por mutuo consentimiento y se toman precauciones para impedir que por medios indirectos o fraudulentos se logre la ruptura matrimonial; se instaura un divorcio basado en la culpa y en virtud de sentencia por causas determinadas. Este bienintencionado discurso del legislador va a reiterarse en otros países, pero, en último término, siempre fracasará en sus objetivos últimos, siendo desbordado por la realidad.
Este modelo francés, que puede calificarse de napoleónico, o revolucionario redivivo, va a ejercitar un indudable atractivo en Europa y en otros continentes, especialmente en los países iberoamericanos, creando el estereotipo de legislación avanzada y progresista que, obviamente, debía ser imitada. Pueden traerse a colación los argumentos exhibidos para introducir el divorcio en la Constitución española de 1932, que la doctrina más solvente (18) consideró que no respondía ni a las necesidades ni al sentir del pueblo. Se trató de una imposición partidista, como reconoce uno de los comentaristas de la Ley de divorcio de 1932 (19). Así, en cuanto a la conveniencia de su implantación en nuestro Derecho, se alegó que esta institución es un postulado del progreso jurídico de los pueblos y una consecuencia necesaria del principio de libertad de conciencia y de la constante y cada día más intensa relación entre los naturales de las diversas naciones; es remedio imprescindible de la vida moderna para solucionar conflictos y situaciones sentimentales y familiares que conviene encauzar por normas legales antes de que rebasen la línea del deshonor y de la inmoralidad (sic); se invocaba el número de legislaciones, que lo admiten y el reducidísimo de los que mantienen la indisolubilidad. Argumentos que pari passu volveremos a encontrar, sustancialmente, al discutirse en Italia la Ley Fortuna-Baslini (20) y en España la Ley Fernández Ordóñez-Cavero.
3. Primeras conclusiones
A partir del siglo XVI, algunos Estados europeos empiezan a reivindicar insistentemente, frente a la Iglesia católica, la competencia legislativa exclusiva para regular el matrimonio de todos sus súbditos, con independencia de la religión que profesasen. Por su parte, la doctrina teológica de las Iglesias surgidas de la Reforma contribuye a reforzar la pretensión estatalista. En este sentido, el matrimonio civil (Zivil-Ehe), recogido y regulado más tarde en el BGB alemán, va a ser ampliamente tributario y exponente representativo de tales exigencias. Anteriormente la ideología de la Revolución Francesa había supuesto un golpe decisivo de timón en el conflicto Iglesia-Estado al postular eficazmente la secularización total y absoluta de la legislación matrimonial, con lo que se daba plena satisfacción a aquella reivindicación estatal. Estas ideas vendrán a recogerse en el Code Napoleon, que se difundirá prácticamente en toda Europa, realizando una pródiga siembra que fructificará más tarde en numerosos textos legislativos. La mayor resistencia se encontrará, precisamente, en los países latinos, en los que la imagen y la vivencia social del matrimonio indisoluble había profundamente arraigado, razón por la cual sólo mediante movimientos revolucionarios o situaciones similares se conseguirá eliminar aquélla.
El triunfo de la Revolución de octubre de 1917 apenas si va a alterar el cuadro descrito, pues en este punto tanto la Unión Soviética -después de un primer momento de anarquía legislativa-, como sucesivamente después de la II GM las llamadas Democracias Populares, van a implantar un sistema de matrimonio civil obligatorio y disoluble mediante divorcio vincular (21).
La resistencia a la introducción del divorcio, en los países de mayoría católica se instrumentará diversamente; unas veces a través de las defensas generadas en la propia sociedad debido a la percepción de los beneficios seculares de la indisolubilidad matrimonial, apreciados incluso por sectores laicos de la población; otras mediante el apoyo institucional que supone la celebración de Concordatos o Acuerdos Jurídicos de los Estados con la Santa Sede, pues al tratarse de tratados internacionales su derogación ofrecía mayores dificultades a las mayorías parlamentarias simples que traten de derogar pura y simplemente la indisolubilidad matrimonial regulada por leyes internas. Así se constata que el Tratado de Letrán de 1927 contribuyó en Italia a mantener el régimen indisolubilista, incluso después de promulgado el CC de 1942; en Portugal el Concordato de 1940 introduce un difícil equilibrio -que se mantendrá hasta la firma del Protocolo Adicional de 1975-, ya que el matrimonio civil seguía siendo disoluble por divorcio, mientras que el canónico, por aplicación de aquél, dejaba de serlo (22); el Concordato español de 1953 reforzó el principio indisolubilista tradicional recogido en las Leyes Fundamentales del régimen de Franco; pero el Concordato austríaco no resistió la forzada anexión del país al III Reich en 1938. Últimamente se ha debilitado la influencia de los Concordatos o Acuerdos Jurídicos en orden a apoyar la indisolubilidad matrimonial, ya que los Estados, pese" a suscribirlos, se reservan la facultad de disolver por divorcio incluso los matrimonios celebrados según las normas del Derecho canónico, hasta con efectos retroactivos (así ha ocurrido en España con los Acuerdos Jurídicos de 1979, en Italia con los de Villa Madama de 1984 y los más recientes firmados con Polonia, Lituania, Croacia, Eslovenia y Malta). En Irlanda, la constitucionalización de la indisolubilidad matrimonial ha retrasado durante algunos años la introducción del divorcio en Irlanda; institución esta última que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo no ha considerado exigible a dicho país, al ingresar en la UE, por el Convenio europeo de 1950.
4. Evolución de las causas legales de divorcio en el siglo xx
Pero si nos posicionamos como observadores neutrales podríamos decir que el decidido empeño estatal por regular en su integridad la institución matrimonial no ha ido a la par con la disposición, por parte de los Estados -tan celosos, por lo demás, de sus atribuciones soberanas-, de instrumentos jurídicos eficaces ni de procedimientos adecuados para resolver razonablemente el problema secular de las crisis conyugales, que la historia demuestra suelen plantearse en cualquier sociedad y en cualquier época histórica. Un análisis de lo ocurrido a lo largo del siglo xx con la evolución de las causas legales para instar ante los Tribunales la ruptura legal del vínculo nos lo confirmará.
Las legislaciones estatales muestran una gran variedad de las denominadas causales del divorcio, cuya formulación obedece a razones circunstanciales, históricas y sociales propias de cada uno de los respectivos países. Pero aunque la normativa del divorcio haya evolucionado de modo no uniforme en los países occidentales a lo largo del siglo xx, incluso a veces con alternativas de signo diverso, hay, sin embargo, una coincidencia en el sentido de la evolución misma, la cual (salvo situaciones muy puntuales, como la originada en la Francia del Gobierno de Vichy durante la II GM) ha tendido hacia su progresiva facilitación y, simultáneamente, a la sucesiva simplificación del procedimiento legal (23). La doctrina se muestra de acuerdo en señalar, en general, las siguientes bien definidas etapas:
1.ª) El sistema denominado de divorcio-sanción, basado en causas subjetivas consistentes en hechos imputables al actuar culposo, o doloso de alguno de los cónyuges.
2.ª) El sistema denominado de divorcio-remedio o divorcio-quiebra, basado en causas objetivas que suponen la ruptura irremediable de la convivencia matrimonial, precisamente al margen de cualquier conducta culposa o dolosa de cualquiera de los cónyuges.
3.ª) El divorcio por mutuo consentimiento de los cónyuges; este sistema a veces coexiste con cualquiera de los dos anteriores y representa un salto cualitativo, y prescinde en todo caso, y por definición, de la culpabilidad en la ruptura.
4.ª) El divorcio sin alegación de causa y a petición unilateral de cualquiera de los cónyuges. Sistema emparentado con el repudio musulmán y de otras civilizaciones antiguas y modernamente iniciado en los países escandinavos y todavía escasamente secundado.
5ª) Otras formas atípicas de divorcio no judicial (por ejemplo, ante el alcalde o ante cualquier otra autoridad administrativa, o funcionario). Hasta ahora estas modalidades de divorcio, pese a intentos recientes, tampoco se han generalizado.
Parece conveniente profundizar en el significado y efectos de todo tipo que va a suponer la adopción de cada uno de ellos en la regulación de la institución matrimonial y familiar.
5. El sistema del divorcio-sanción
Responde sociológicamente a una sociedad en la que todavía está viva y actuante la idea de la indisolubilidad (matrimonio para toda la vida, que es, curiosamente, la fórmula que aún siguen utilizando en sus sentencias los jueces ingleses, y también los alemanes, para describir a la unión conyugal: marry for life). En tal contexto social el divorcio constituye algo excepcional o insólito en la vida de las familias y, por ello, resultará poco frecuente. Ha sucedido, caso por caso, que uno de los cónyuges ha podido incurrir en una violación grave o muy grave de los deberes conyugales, o, acaso, ha llegado a atentar contra la vida del otro; en tales supuestos la ley otorga a la víctima de tan incalificable conducta un plus a modo de compensación, a saber la facultad de solicitar al juez la disolución del vínculo conyugal; bien entendido que tal facultad se le deniega al culpable, sufriendo éste además todas las consecuencias desfavorables de la ruptura legal del vínculo (por ejemplo, revocación de las donaciones que ha recibido por razón del matrimonio, pérdida de la cuota de gananciales, etcétera), quedando, además, obligado a abonar al inocente una pensión alimenticia, además de la que señale el juez por razón de los hijos, que siempre se encomiendan a la guarda de este último. La idea de culpabilidad será el criterio legal básico que fije y determine los efectos del divorcio.
Hay que reconocer cierta aureola de moralidad con que pudo presentarse ante aquella sociedad este sistema de divorcio. Existiendo un inocente y un culpable, el divorcio representaba una sanción que parecía adecuada al grave incumplimiento de los deberes conyugales por parte del otro. Diríamos que el legislador no necesita renunciar expresamente a la indisolubilidad o perpetuidad del vínculo conyugal, sino que establece una excepción a la misma al ordenar que ciertos comportamientos, bien descritos por otra parte, de uno de los cónyuges agotan la capacidad de sufrimiento del inocente; la ley le brinda, en tal caso, la posibilidad -aunque no la obligación- de liberarse de un vínculo que se supone oneroso.
¿Cómo funcionó en la práctica este sistema de divorcio-sanción? Si durante los primeros años de su implantación se produce un porcentaje reducido de casos, con tendencia incluso decreciente, al cabo de algún tiempo la tasa global de divorcios se incrementa, al principio levemente, y luego multiplicándose por varios dígitos, confirmándose así la regla de que, roto el valladar jurídico del carácter legal indisoluble de la unión matrimonial, de modo inexorable el divorcio crea, engendra o suscita más divorcio. Jurídicamente cabe extraer la conclusión de que resulta ilusorio creer que basta con fijar en las leyes unas conductas concretas y bien determinadas, enmarcadas bajo requisitos estrictos, para llegar a configurar excepcionalmente las causas legales de la ruptura, de modo que siga manteniéndose sociológicamente la regla de la indisolubilidad. Sucede que, poco a poco, abogados y tribunales harán uso, aislada o conjuntamente, de la analogía legis, y no es infrecuente que una causa determinada de ruptura se convierta, no en virtud de la norma, sino por la doctrina jurisprudencial en causa generalis (por ejemplo, la injuria). Probablemente la reiteración de aquellos casos que llegaron a calificarse como drama y comedia del divorcio (24) hubieran debido hacer sonar todas las alertas, para un legislador prudente, sobre la gravedad de los hechos que estaban ocurriendo a diario ante los Tribunales estatales.
En efecto, por un lado, las exigencias procesales requerían la prueba plena del supuesto descrito en la norma como causa de divorcio, lo que movía al actor a hacer desfilar en las audiencias judiciales los trapos sucios de todas las interioridades, reales o ficticias, de la propia unión, provocando, a veces, que la contraparte hiciera lo propio para lograr, al menos, la declaración de culpas compartidas. De este modo, los debates judiciales se convertían en auténticas y encarnizadas batallas que venían a agravar las consecuencias del divorcio mismo. Por otra parte, la picaresca leguleya dio origen a letrados especializados en plantear procesos con base en cualquiera de las causas legales, pues disponían en cada caso del número de testigos acomodaticios preparados para deponer puntualmente sobre lo que convenía al cliente. Lo primero se hubiera podido paliar utilizando los recursos procesales, que han permitido siempre restringir la publicidad de las audiencias en determinados casos (orden público, moralidad, intimidad de las personas); lo segundo se hubiera suprimido persiguiendo criminalmente a los testigos falsos y desenmascarando el fraude y la simulación procesales. Pero el legislador estatal no hizo lo procedente para atajar las descritas corruptelas, sino que prefirió la huida hacia adelante, animado por los partidos supuestamente progresistas que propugnaban, una y otra vez, mayores facilidades para la ruptura legal del vínculo matrimonial. Así surge la segunda etapa de la carrera divorcista.
6. El divorcio-quiebra
Se propone eliminar la noción de culpabilidad (al parecer, única responsable de los males que se habían producido bajo el anterior sistema) en el régimen de la ruptura legal del vínculo; en efecto, la realidad muestra que, algunas veces, o no hay verdadero culpable en un divorcio determinado, o bien que las culpas aparecen compartidas. Se piensa que la dureza y la violencia incluso del debate judicial pueden reducirse o suprimirse si la ley se limita a exigir la prueba de hechos objetivos que, por sí mismos, demuestren la fractura irremediable de la unión conyugal; si, por ejemplo, después de la separación han fracasado varios intentos de reconciliación, o si la separación de hecho se ha prolongado durante muchos años y cada cónyuge ha rehecho su vida, ¿qué esperanzas de restablecimiento o reanudación de la vida conyugal puede suscitar el matrimonio celebrado? La sentencia que se dicte certificará la defunción de una unión que ya no existía hacía tiempo. Los más optimistas pueden pensar ingenuamente, como añadidura, que ya no se producirán más casos de drama o de comedia en los procesos legales de divorcio, y que, en todo caso, al clarificarse la normativa aplicable, disminuirá el número de pleitos matrimoniales.
Obsérvese que se da un giro, al menos de noventa grados, al proceso de divorcio; en efecto, la ley en adelante puede seguir un doble camino en la regulación de este sistema de divorcio; o bien limitarse a proclamar el principio general de la quiebra del matrimonio como causa legal de ruptura conyugal, encomendando a los Tribunales que lo apliquen al caso concreto, con cierta libertad de apreciación; o bien se enumeran una serie de hechos (con base, generalmente, en la separación no interrumpida durante cierto tiempo, unida a determinadas circunstancias), cuya prueba obliga, sin más, al juez a pronunciar el divorcio. La nueva normativa aligera, en principio, la actuación de los Tribunales, reduciendo lo que puede calificarse de presión emocional. Pero, por otro lado, no dejará de originar, por su parte, una nueva problemática.
Por de pronto se hace necesario encontrar otro criterio, distinto de la culpabilidad, que guíe al juez a la hora de aplicar los efectos legales derivados de la ruptura. La ley ya no se preocupa de imputar a uno de los cónyuges la responsabilidad por el fracaso conyugal, sino que atiende preferentemente a sus efectos entre los cónyuges y respecto de sus hijos; sustitutivamente suele adoptar el criterio de la necesidad, que puede presentarse, al tiempo de la ruptura, en cualquiera de los afectados. Pero acaso sucede que el cónyuge necesitado de protección ha sido, en realidad, el causante responsable de la ruptura conyugal (el culpable en la terminología del anterior sistema). Entonces, ¿cómo se justifica moralmente que dicho cónyuge pueda resultar, además, beneficiado con una pensión o con la adjudicación del uso de la vivienda conyugal, o con la atribución de la guarda de los hijos? La objetivación de las causas de divorcio hace perder a éste, casi totalmente, su apariencia de justificación moral intrínseca, dando origen a resultados que, al menos, pueden calificarse de poco equitativos, cuando no de claramente injustos. Por otra parte, ya no puede hablarse, en modo alguno, de que el legislador presupone o da por supuesto que el matrimonio es, de suyo, indisoluble. Esta característica se sustituye por otra: La duración de la unión conyugal, per se ya no es, jurídicamente, de por vida; el matrimonio puede acabarse antes de la muerte de cualquiera de los cónyuges, pues se disuelve legalmente cuando, en vida de ambos cónyuges, la convivencia conyugal se ha roto irremediablemente sin esperanza de reconciliación. En la historia del divorcio retrocedemos muchos siglos atrás, aproximándonos, de algún modo, a la vieja idea romana: matrimonium non consensus sed concubitus facit, de suerte que el consentimiento matrimonial no viene a prestarse de una vez para siempre, sino que, en cierto modo, cada cónyuge lo reitera a cada instante y la unión cesa de existir cuando alguno deja de prestarlo efectivamente. Por otro lado, cabe plantear una cuestión general, ¿cómo proteger objetiva y eficazmente, de existir, el interés de los hijos, y de la sociedad en general, en un sistema de divorcio-quiebra?, ¿cómo garantizar la declaración del artículo 92.1 CC de que el divorcio no exime(n) a los padres de sus obligaciones para con los hijos?, o, si se quiere, ¿cómo hacer efectivas las facultades que la patria potestad otorga a los hijos, una vez pronunciado el divorcio, cuando tales facultades, en fase de actuación, van a experimentar una profunda transformación que puede hacerlas inefectivas?
7. El divorcio por mutuo consenso
Además del mundo romano, en el que ya estuvo presente (25), la idea de la ruptura conyugal por mutuo acuerdo aparece modernamente en las doctrinas de la Escuela Protestante del Derecho Natural, y suele adoptarse inicialmente en los períodos revolucionarios, aunque luego pasa a segundo término y hasta desaparece de la legislación. Seduce por su simplicidad; si el matrimonio sólo es un contrato, el contrarius consensus ha de ponerle fin. El juez únicamente ha de velar para que el consentimiento de cada cónyuge se otorgue con plena consciencia y libertad. La sumarie-dad y rapidez en los procesos está garantizada; por otra parte, el acuerdo en la ruptura hace presumir prima facie la concordancia de las partes a la hora de determinar las consecuencias patrimoniales de aquélla y, eventualmente, las que puedan producirse en relación con los hijos.
Aparte de que la realidad muestra que pocas veces los cónyuges se encuentran en paridad de circunstancias ante el divorcio a la hora de expresar su consentimiento, siendo frecuentes los casos en que la voluntad de alguno está, directa o indirectamente, condicionada de alguna manera, no apareciendo casi nunca en la superficie con total transparencia los sacrificios que alguno de los cónyuges se ve obligado a hacer, por ejemplo, para conservar la custodia de los hijos, o para no ser desahuciado de la vivienda familiar, el problema fundamental estriba, no obstante, en la filosofía que sirve de inspiración a esta modalidad de ruptura; en efecto, la ley viene a autorizar a los cónyuges a disponer discrecionalmente sobre la subsistencia del vínculo y sobre las consecuencias de la ruptura, es decir, sobre materias que, de suyo, deben considerarse de orden público, fuera, por tanto, de la autonomía de los contrayentes. Por otro lado, la protección efectiva de los derechos de los hijos menores no sólo está amenazada, sino que, incluso, puede resultar perjudicada respecto al anterior sistema. Además, ¿a qué concepción del matrimonio responde, en una legislación, la generalización del divorcio par mutuo consentimiento? Si con frecuencia se utiliza el término institución para definir a la familia y al matrimonio, en adelante será difícil calificarlos así. Tal interrogante fundamental explica que esta causa de divorcio haya estado mal vista en largos períodos históricos, y que, no raras veces, haya sido eliminada incluso de la legislación, aunque reaparezca y trate de imponerse como la regla general, impulsada ahora por un pseudoprogresismo (26).
8. El divorcio sin alegación de causa y a petición de cualquiera de los cónyuges
Hoy por hoy este sistema divorcista se presenta en forma aislada en el panorama europeo, y, hasta cierto punto, como ejemplo de cierta osadía legislativa, pudiendo considerarse, en último término, como lógico desenlace del movimiento liberalizador del divorcio que vengo describiendo. En efecto, si, en la práctica, triunfan la gran mayoría de demandas judiciales de divorcio, alcanzando porcentajes que superan el 90 por 100 de las presentadas, de modo que, prácticamente, cabe concluir que se divorcia el que quiere, ¿no resulta, en cierto modo, farisaico mantener una ficción de proceso judicial con la única finalidad de respetar las formas? Suprimamos la ficción y demos a cada cónyuge lo que pide, sin la carga -siempre onerosa- de demostrar nada. Esta solución se ha legalizado en algún país escandinavo como alternativa al divorcio por causas objetivas; la diferencia procesal de trato con estas últimas consiste en que aquella modalidad precisa esperar un semestre, desde la presentación de la demanda, para que se dicte sentencia, lo que viene a representar un plazo de reflexión legal.
Para analizar esta hipótesis de ruptura legal del matrimonio, lo primero que viene a la mente es el repudio musulmán, del que se diferenciaría en que éste sólo se otorga al marido, mientras que en la ley escandinava tal modalidad de divorcio está abierta a cualquiera de los cónyuges. Resulta, por otra parte, extraordinariamente difícil encontrar cualquier asomo de justificación para este sistema de ruptura del vínculo, no ya moral, mas ni siquiera legal; acaso podría únicamente encontrarse explicación en una hipotética competición frente a las facilidades que la unión libre legalizada suele proporcionar a los que así cohabitan (consagración legal del clásico portazo). Pero, cabalmente, ocurre que en los países escandinavos, desde hace décadas, se postula la indiferencia o neutralidad estatal frente al matrimonio; luego aquel bienintencionado propósito no puede tomarse en consideración. De generalizarse este sistema de divorcio habría que concluir que el propio legislador vendría a certificar la desaparición del matrimonio como institución legal. Obsérvese que, bajo este sistema, el divorcio puede concederse contra la voluntad del otro cónyuge, a quien no se le da siquiera oportunidad procesal de demostrar al juez que no hay causa ni motivo de divorcio. Sobre todo suscita nuevamente el gran interrogante: ¿qué concepción de matrimonio y, en consecuencia, de familia responde a un sistema de divorcio en el que la ruptura se basa en la libérrima e incondicionada voluntad de cualquiera de los cónyuges?, ¿qué valor atribuye la ley, en realidad, al compromiso matrimonial? (27).
9. El divorcio tramitado ante autoridades administrativas u otras
Algunas veces este sistema no judicial obedece a razones históricas; así, hasta mediados del siglo xix, el divorcio se tramitó en Inglaterra ante el Parlamento. Otras se ha visto, en esta modalidad, como una de las posibles salidas al actual atasco que sufren, en varios países, los tribunales competentes en la tramitación de los procesos en materia de divorcio. Se ha aplicado también por algunas de las extintas Democracias populares, sistema que, sin embargo, suelen abandonar tales Estados al recuperar la libertad política. Tiene algún interés analizar el sistema que sigue aplicándose actualmente en Dinamarca y en Noruega, así como hacer ver el fraude procesal que durante algunos años ha hecho que la mayoría de procesos de divorcio en Inglaterra se haya tramitado, con escasas garantías, ante las jurisdicciones inferiores.
Por razones históricas (28), desde hace más de tres siglos, los países nórdicos conocen una alternativa al procedimiento judicial de divorcio que tiene su origen en la facultad que se habían arrogado los reyes escandinavos de otorgar por decreto la ruptura legal del vínculo a sus súbditos en casos especiales, y de modo singular cuando la ley no prevé el caso solicitado; así se introducen simultáneamente el divorcio por mutuo acuerdo, el divorcio a petición unilateral y el divorcio sin culpa; todo ello sin que se alteren las respectivas normas sustantivas. Tales facultades se atribuyen inicialmente al canciller y luego al gobernador del condado. Cuando a principios del siglo xx los países nórdicos aproximan su derecho matrimonial sobre la base de reglas heredadas del pasado, lo hacen sobre el derecho sustantivo del divorcio, pero no en cuanto a las normas procesales de cada uno de ellos; así resulta que Noruega y Dinamarca conservan sobre el divorcio un régimen híbrido, regulando un procedimiento judicial y otro administrativo, mientras que Suecia y Finlandia se deciden por el procedimiento exclusivamente judicial. Se afirma (29) que en Dinamarca y Noruega la casi totalidad de los divorcios se tramitan en vía administrativa por razones de simplicidad y economía, y, además, porque el cónyuge opuesto al divorcio tiene la convicción de que su resistencia resultaría inútil ante el Juzgado. La autoridad competente en ambos países sigue siendo el gobernador del condado, asistido por agentes administrativos con formación jurídica, con la misión de ayudar a los cónyuges en la tramitación del procedimiento y con la finalidad de lograr acuerdos amistosos. Pero difieren en la ulterior fase, pues en Dinamarca los cónyuges deben ponerse de acuerdo, no sólo sobre el divorcio como tal, sino so bre sus cuestiones anexas; por falta de tal acuerdo el divorcio no puede pronunciarse administrativamente y se reenvía a los Tribunales. En Noruega, el procedimiento administrativo es obligado cuando el divorcio se basa en la separación, pero -a diferencia del otro país nórdico- la falta de acuerdo en las cuestiones anexas no impide el pronunciamiento administrativo del divorcio. En ambos países es obligatorio el intento de conciliación, debiendo comparecer los cónyuges personalmente; los oficiales administrativos tienen el deber de comprobar la existencia de la causa de divorcio y de asesorar a los cónyuges sobre las cuestiones anexas, si bien dejándoles un amplio margen de autonomía; también deben comprobar si los acuerdos relativos a la guarda de los hijos son conformes al interés de éstos, y, en caso contrario, el gobernador puede denegar su aprobación. Significativo es lo ocurrido recientemente en Inglaterra, que muestra la importancia práctica del procedimiento en orden al buen o mal funcionamiento del divorcio. Hasta 1967 se mantuvo el punto de vista oficial según el cual el divorcio constituía un asunto de tal importancia que no podía resolverse por las jurisdicciones inferiores, sino en virtud de un proceso tramitado ante la High Court. Sin embargo, a partir de la indicada fecha, los County Courts recibieron competencias para resolver los divorcios no contradictorios, y en 1973 se introdujo un procedimiento especial en el que el actor presentaba una declaración jurada, en cuyo caso, si el demandado no se oponía, los documentos serían examinados por un auxiliar del Juzgado, de suerte que si este funcionario no encontraba ninguna anomalía, el juez podría dictar sentencia en audiencia pública sin necesidad de que las partes estuvieran presentes. Inicialmente este expeditivo procedimiento sólo se aplicaba a las demandas basadas en la separación de dos años, y siempre que no hubiera hijos menores de edad, pero en 1975 se amplió a las causas basadas en el adulterio y en el abandono del hogar. Escribiendo en 1989 Marie Thérése Meulders-Klein (30), afirma que, en aquel momento, más del 98,5 por 100 de divorcios se tramitaban por el procedimiento especial y una cifra que no llega al 2,5 por 100 lo hacían siguiendo el trámite contencioso. Su valoración crítica era muy dura sobre esta situación: Hay una contradicción flagrante entre el derecho procedimental y el material, que no ha sufrido alteración, pero sobre todo entre la realidad y las intenciones proclamadas del legislador. Los divorcios se dictan según un procedimiento sumario, sin la comparecencia de las partes, sin examinar a fondo la causa de la ruptura invocada, sin tentativa de conciliación, sin plazo de reflexión, sin regulación de sus efectos que serán tratados ulteriormente por el juez por simple lectura de una serie interminable de casos designados por un número de orden ante una sala de audiencia vacía. La situación legal parece haber cambiado con la Family Law Act 1996, tanto en los aspectos sustantivos como procedimentales (31).
10. Algunas líneas provisionales de convergencia
Doctrinalmente, en el momento actual, el tema del divorcio en sí mismo considerado, en su naturaleza y efectos, es algo que apenas si interesa prácticamente a la mayoría de la doctrina europea, la cual suele pasar sobre tales cuestiones sin demasiado detenimiento (32). Se ha convertido, diríamos, en tema de ordinaria administración, debatiéndose más bien el punctum ardens de la guarda compartida o del modo de hacer eficaces las pensiones a favor de los hijos o del otro cónyuge, o las quejas generalizadas de los padres varones divorciados, que se ven postergados, frente a la madre, en las decisiones judiciales respecto a sus relaciones con los hijos comunes. Pero semejante actitud, de aparente neutralidad o, incluso, de inhibición, entiendo que ahora debiera ser revisada en atención a nuevos datos fácticos y jurídicos que vienen reiteradamente produciéndose. En las diversas legislaciones occidentales se observa que, por lo general, no suele regir un único sistema de divorcio (el denominado monismo divorcista: así, por ejemplo, de tal naturaleza es el implantado en Inglaterra y Gales por la Ley de 1996), sino habitualmente un pluralismo cuyo ejemplo paradigmático ha sido Francia después de la reforma de 1975 (divorcio por causas objetivas, por culpa, por mutuo consentimiento, por adhesión a la propuesta del otro cónyuge, también denominado par double aveu) y se mantiene después de la reforma del 2004 (33); no infrecuentemente, y frente a los sistemas puros, se aplica un sistema mixto como el italiano de 1975, o el nuestro aprobado en 1981 (34). En realidad, al margen del sistema o sistemas legalmente seguidos, en la práctica se divorcia el que quiere (o los que quieren), siendo muy reducido el porcentaje de demandas rechazadas por los Tribunales (dato que habitualmente silencian las estadísticas). La mayor litigiosidad deriva actualmente sobre las consecuencias de la ruptura legal del vínculo, sea en relación con los bienes de los cónyuges y singularmente la atribución del uso de la vivienda familiar, sea en relación con la guarda de los hijos y, eventualmente, sobre el derecho de visita y comunicación con los hijos del progenitor que no detenta la guarda.
A mi juicio, lo más importante a la vista de esta variedad -incluso, mixtura- de sistemas de divorcio es llegar a la convicción clara de que, a cada sistema de divorcio corresponde una diversa concepción del matrimonio en la legislación respectiva, de modo que, insensiblemente, se va produciendo sucesiva y gradualmente una degradación de la concepción legal del matrimonio y de la familia en el país de que se trate. Pérdida de valor de la que, acaso, no son plenamente conscientes los parlamentarios, que, distraídamente, votan favorablemente las nuevas leyes de reforma; pero pérdida real y efectiva que puede conducir a un vaciamiento de significado de lo que, en último término, supone aquella institución.
Remontándonos a la historia europea reciente cabría conjeturar que, tras alguna reflexión, no pocos parlamentarios votaron, y bastantes ciudadanos aplaudieron la aprobación de las primeras leyes divorcistas basadas en la culpa. En primer lugar, se trataba de una facultad que la ley atribuía exclusivamente a la víctima; en segundo lugar, la culpabilidad era el módulo que debía aplicar el juez a todos los efectos de la ruptura legal del vínculo, lo que venía a justificar moralmente de alguna manera esta última, o servía para tranquilizar escrúpulos de conciencia. El cónyuge inocente que había sido víctima de una incalificable conducta por parte del culpable pasaría, probablemente, a ser compadecido por sus conciudadanos (de aquí la reacción por parte de alguno de los afectados de no dar siquiera el paso de solicitar judicialmente el divorcio), aunque, de acudir a los tribunales, iba a encontrar amplia comprensión en el foro y en la sociedad. Para el culpable, toda la reprobación social y, en su caso, pasar a la situación civil de divorciado, la cual probablemente estaría al inicio muy mal vista, de modo que, cabe sospechar que las posibilidades para ellos de reiterar nupcias serían probablemente mínimas; por todo ello el divorcio tendría carácter excepcional en bastantes países europeos, cuyas legislaciones admitían la ruptura legal del vínculo, a fines del siglo xix y principios del siglo xx. Cabe concluir que la concepción social del matrimonio, como unión indisoluble, apenas si sufrió grave quebranto bajo la vigencia de este inicial sistema divorcista. No obstante, como se ha advertido, la reiteración de procesos de divorcio, sobre todo en los núcleos urbanos de mayor población, inicia, más pronto o más tarde, un movimiento de aceptación social de la figura y, en contrapartida y paralelamente, de lenta erosión de aquella noción indisoluble del matrimonio.
La generalización del divorcio por causas objetivas, promovida al unísono por la doctrina y por los prácticos, va a alterar decisivamente los términos de la cuestión. Es verdad que mayoritariamente el matrimonio indisoluble todavía se vive sociológicamente en no pocas sociedades occidentales, sobre todo en extensas zonas rurales y en los territorios de mayor práctica religiosa; pero la clase media incorporará, poco a poco, a sus hábitos la normalidad de la ruptura legal del vínculo, la cual, aun siendo todavía minoritaria en la sociedad, empieza a adquirir ya carta de naturaleza. Se difunde la concepción de que el matrimonio ya no se contrae for life, sino que el juez puede disolverlo cuando, a instancia de alguno de los cónyuges, o de los dos, se ha roto de modo irreversible la vida en común de los cónyuges; además se ha reducido el costo procesal de los procesos de divorcio y los cónyuges civilizadamente pueden salir de la audiencia del Juzgado despidiéndose, incluso amistosamente, como ciudadanos que van a ser en el futuro, jurídicamente hablando, extraños entre sí. Obsérvese que las leyes, en cuanto al fondo del proceso de divorcio, sólo toman exclusivamente en consideración las alegaciones de los cónyuges, sin tener en cuenta el parecer de los hijos menores, salvo, en las últimas leyes, en cuanto a determinar los efectos en su respecto de la sentencia estimatoria que se dicte. A lo que conozco, sólo la derogada legislación matrimonial de la desaparecida República Democrática alemana autorizaba al juez a desestimar la demanda de divorcio cuando los hijos comunes, por ser contrario a sus intereses, se oponían al divorcio de sus progenitores. También cabe traer a colación las excepcionales cláusulas de dureza (clause de durété, Hartelklausel) que, en circunstancias muy concretas y determinadas, autorizan a los jueces a denegar el divorcio cuando su pronunciamiento va a agravar considerablemente la situación material, económica, psicológica o espiritual del otro cónyuge; una circunstancia similar figuraba en el proyecto español de 1981, pero fue eliminada en la votación final de la ley. Por lo general, los jueces, allí donde aquéllas están en vigor, hacen de estas cláusulas una aplicación muy circunspecta y excepcional, que parece, más bien, querer maquillar con un superficial baño de moralidad una institución que, en realidad, se opone frontalmente a cualquier norma ética. En este sistema de divorcio cambia radicalmente el criterio para regular los efectos de la ruptura legal del vínculo; ya no será, como en el anterior, la culpabilidad de uno de los cónyuges, sino la necesidad de éstos o la de los hijos comunes. Antes puse de relieve los posibles resultados inequitativos a que puede conducir la aplicación de los nuevos criterios. Por otra parte, tendencialmente, el número de divorcios crece de modo generalizado e imparable en casi todos los países, aunque no en todos con el mismo ritmo.
Poco que añadir a lo ya dicho hasta ahora sobre el divorcio por mutuo consentimiento. Sus defensores ven en este sistema la consagración máxima de la autonomía de la voluntad. Los cónyuges decidieron en su momento casarse, y ellos más tarde, autónomamente, deciden descasarse. ¿Pura lógica? Sí, habría que responder, en el caso de tratarse exclusivamente de un contrato de compraventa, de préstamo o de comodato. Pero en ninguno de los ejemplos aducidos suele haber hijos directamente afectados por la disolución de un vínculo contractual, como ocurre en la ruptura legal del matrimonio de sus padres. La supuesta lógica -que ya aplicaron los autores pertenecientes a la Escuela Protestante de Derecho Natural, y, más tarde, los revolucionarios franceses- cae por su base. Si en oposición a la concepción institucional, se acepta la naturaleza meramente negocial del matrimonio, se trataría de un contrato distinto de los demás, con importantes repercusiones en terceros y en la propia sociedad (el crecimiento exponencial de las rupturas legales alarma en muchos países a los sociólogos).
El divorcio sin alegación de causa prima facie parece constituir un eficaz primer paso hacia la directa desjuridificación del matrimonio legal. Bajo este sistema divorcista, el matrimonio quedaría reducido jurídicamente a una mera relación de cortesía o de conveniencia social (como puede serlo el deber de llevar un ramo de flores a la dueña de la casa que nos ha invitado a comer). Aquello del matrimonium fundamentum regnorum resulta que fue una ilusión de los sabios antiguos. Ahora bien, y bajo una perspectiva de la evolución histórica del divorcio en los países occidentales, ¿no estaríamos reconociendo así paladinamente que el Estado ha terminado fracasando en su propósito de regular omnicomprensiva y discrecionalmente la unión conyugal? Si el siglo xx representa el apogeo y exaltación del Estado soberano como regulador exclusivo del matrimonio y de la familia, los maléficos resultados del ejercicio de tales facultades, o, al menos, sus claros y evidentes desaciertos, sobre todo en cuanto al divorcio, están mostrando la falta de un fundamento serio para aquella pretensión (en efecto, el Estado moderno que, por lo general, ha acertado en la regulación de las instituciones privadas ha demostrado fracasar clamorosamente en cuanto a las crisis conyugales), sin olvidar la evidente responsabilidad civil en que ha podido incidir, caso por caso, por los daños causados directamente a los interesados, y a la sociedad, por la mala gestión de tales facultades competenciales (culpa in legislando).
Por otra parte, en bastantes países occidentales se ha aceptado mayoritariamente que el divorcio sólo puede ser pronunciado por el juez. En nuestro ordenamiento lo garantiza así el artículo 24 CE, que asegura a todos los ciudadanos la tutela efectiva de sus derechos e intereses por los jueces y tribunales. Por tanto, no sería constitucionalmente posible entre nosotros un divorcio exclusivamente administrativo o notarial, ni eventual-mente acordado por los interesados en documento privado. Se trataría, por tanto, de un verdadero fraude que por ley se regularan los trámites de tal hipotético divorcio no judicial, de modo que viniera a obstaculizar, de hecho, la oposición al divorcio por el otro cónyuge y se premiara de alguna forma la renuncia a ejercer la acción ante los tribunales.
11. La nueva Ley española 15/2005, de 8 de julio, en materia de separación y divorcio
La segunda Ley de divorcio posconstitucional se ha promulgado en España al cumplirse veinticuatro años y un día de la que, en su momento, se calificó castizamente de Ley San Fermín o, más exactamente por designar a sus monitores gubernamentales, Ley Fernández Ordóñez-Cavero. En el ámbito comparativo puede afirmarse que se inspira genéricamente en esa corriente ampliamente liberalizadora de la ruptura legal del vínculo que he venido analizando, si bien agudizando sus caracteres más extremos hasta el punto de que la legislación matrimonial española cabría decirse que ha tocado fondo -¿cómo imaginar la siguiente reforma?, ¿que a cada contrayente en el momento de la celebración se le entregue, con el Libro de Familia, una sentencia de divorcio que contenga la fecha en blanco...?-, permitiéndose hacer balance de las últimas consecuencias de aquella corriente. Sin embargo, nuestra ley no deja de ser singular por no pocas razones. No sigue, ni alude siquiera, a las ya avanzadas propuestas facultativas de la Comisión Europea de Derecho de Familia, y renuncia, sin motivarlo, a introducir controles de los posibles abusos de la autonomía de la voluntad de los cónyuges al solicitar el divorcio que regula aquélla (35). Prescinde de toda referencia al Derecho comparado (por ejemplo, la legislación sueca, que podría invocar parcialmente en su apoyo o la francesa de la Ley de 26 de mayo de 2004, que, más bien, sería ejemplo de lo contrario). En cuanto a los antecedentes españoles, el preámbulo de la Ley se limita a realizar una presentación, más bien sesgada, de la Ley de 1981, omitiendo, curiosamente, toda referencia a la primera Ley de Divorcio de 1932 (¿quizá por no tener que criticarla ahora?). Se deja igualmente de lado cualquier dato sociológico [cuando el Gobierno tenía a su disposición las estadísticas de Eurostat (36) que aquél alimenta oficialmente]. Parece que la última ratio de nuestra Ley es la exaltación del valor constitucional de la libertad de los cónyuges que, cabe afirmar, se lleva al paroxismo, hasta el punto de dinamitar el fundamento de cualquier compromiso jurídico (37). Se afirma en el preámbulo, como postulado básico, que la reforma que se acomete pretende que la libertad, como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, tenga su más adecuado reflejo en el matrimonio. Del que se deduce que el respeto al libre desarrollo de la personalidad, garantizado por el artículo 10.1 de la Constitución, justifica reconocer mayor trascendencia a la voluntad de la persona cuando ya no desea seguir vinculado con su cónyuge. Así, el ejercicio de su derecho a no continuar casado no puede hacerse depender de la demostración de la concurrencia de causa alguna. En el último de los argumentos transcritos no deja de detectarse cierta tautología, pues, aparte de la problemática existencia de ese dudoso derecho a no continuar casado (¿mera facultad, reverso del jus connubii?), se da por supuesto que en este caso se alteran los principios procesales de prueba (art. 217 LEC 2000), dispensando al cónyuge de probar la concurrencia de causa alguna de ruptura, infringiendo abiertamente con ello el artículo 32.2 CE (38) (la ley regulará las causas de disolución, fórmula imperativa que ha desconocido paladinamente el legislador de 2005). Cuando, en realidad, había que demostrar que los actos y negocios de Derecho de familia son abstractos y carentes de causa y motivación; prueba que en modo alguno aporta la E. de M. Más adelante el legislador apostilla su novedosa e inconstitucional concepción del matrimonio al afirmar categóricamente que tanto la continuación de su convivencia como su vigencia depende de la voluntad constante de ambos [cónyuges]. No habrá, al parecer, en el futuro un estado matrimonial de casados, sino, por el contrario, una situación inestable y claudicante en la que la subsistencia del vínculo matrimonial dependerá exclusivamente del consentimiento constantemente reiterado por cada uno de los cónyuges; basta, en efecto, que no coopere alguno de ellos en la prestación de ese tácito consentimiento cotidianamente otorgado para que el juez, ineludiblemente, tenga que pronunciar el divorcio.
Por lo que antecede nada extraña que la nueva regulación del divorcio en España sea una de las más lacónicas y escuetas del mundo occidental. Viene conservada en el CC con el pie forzado de la regulación anterior, pero bastaría, por ejemplo, con un único precepto que contuviera, ordenada y sucesivamente, los actuales artículos 86, 88 y 89. La regla general básica aparece formulada en el artículo 86:
Se decretará judicialmente el divorcio, cualquiera que sea la forma de celebración del matrimonio (39), a petición de uno sólo de los cónyuges, de ambos o de uno con el consentimiento del otro, cuando concurran los requisitos y circunstancias exigidos en el artículo 81.
Se enuncia el principio del divorcio judicial, vigente anteriormente y que ratifica el artículo 89 (La disolución del matrimonio por divorcio sólo podrá tener lugar por sentencia que así lo declare). Se reitera la aplicabilidad del divorcio también para el matrimonio canónico y las demás modalidades de matrimonio religioso admitidas en el ordenamiento. La nueva Ley ha alterado las relaciones entre separación y divorcio; se mantiene la primera para respetar la decisión de aquellos ciudadanos que no desean que su matrimonio se disuelva judicialmente; pero se elimina la regla de que la separación, de hecho o de derecho, constituya el primer paso para el divorcio que anteriormente regía con alguna excepción (cfr. causa 5.a, art. 86, Ley 1981). Ello no obsta para que la Ley 2005 haya unificado los requisitos legales de la separación y divorcio, de suerte que el artículo 86 se remite, sin más, al artículo 81 en cuanto al plazo de duración del matrimonio para solicitar aquéllos (tres meses, con una excepción para las llamadas demandas instantáneas del art. 81-2.°).
La Ley contempla dos únicas modalidades de divorcio, por acuerdo o por voluntad unilateral. En realidad, el artículo 86 CC se refiere a esta última en primer término, lo que parece significar que el legislador la privilegia. Por cierto que, en cuanto a la segunda modalidad, hay cierta contradicción en el preámbulo con relación al derecho derogado; de una parte se dice que en la Ley de 1981, en ningún caso el matrimonio podía disolverse como consecuencia de un acuerdo en tal sentido de los consortes; lo cual probablemente coincidía con la voluntad del Gobierno de la UCD en su proyecto de ley. Pero las enmiendas aprobadas durante la tramitación del mismo en las Cortes permitieron que, por vía procedimental, se admitiera el divorcio mediante acuerdo de ambos cónyuges. Ello explica que en el preámbulo de la nueva Ley se diga que los requisitos que deban concurrir, así como los trámites procesales que deberán seguirse, son prácticamente coincidentes con los vigentes hasta ahora, pues sólo se ha procedido a reducir a tres meses el tiempo que prudentemente (sic!) debe mediar entre la celebración del matrimonio y la solicitud de divorcio (¿también viene a fijar la Ley -indirectamente- la máxima duración legal del viaje de bodas?). En cuanto al divorcio por acuerdo tampoco se respetan los requisitos prudenciales mínimos de la CEDF, fijados en un período legal de reflexión que puede ser de tres o de seis meses, a partir de la presentación de la demanda, según que haya, o no haya, acuerdo en el convenio regulador.
En resumen: cabría decir gráficamente que nuestro legislador se ha sentido obligado a quemar etapas; máxima simplificación sustantiva y procesal que originará una aceleración en la tramitación de estas causas, justificando así el calificativo popular de divorcio exprés. Cabe preguntarse, no obstante, si tal rapidez se logrará acaso en detrimento de alguno de los interesados, y si se respetarán los principios de la protección jurídica de la familia y de la protección integral de los hijos enunciados por los apartados 1 y 2 del artículo 39 CE.
Por de pronto, se ha incumplido abiertamente el derecho de los hijos menores a ser oídos en el proceso de divorcio instado por cualquiera de sus progenitores, o por ambos; derecho proclamado por el Convenio de 1989, de inmediata aplicación en España por lo dispuesto en el artículo 39.4 CE, y que la Ley de 1996 se apresuró a recibir. No parece imposible que en un proceso de divorcio, a instancia de uno de los cónyuges, comparezcan hijos con suficiente juicio para decir al juez que se oponen al divorcio solicitado por su progenitor, dado que perjudica su propia formación, y porque, a su parecer, la demanda carece de toda motivación por tales o cuales razones. ¿Utopía o ciencia-ficción? En todo caso, una facultad legal que por mandato de la ONU ha recogido el artículo 8.° de la Ley de 1996. Sin olvidar que, según corroboran estudios extranjeros, algunos hijos de padres divorciados siguen pensando, al cabo de los años, que no pueden perdonar al progenitor que solicitó y obtuvo la ruptura legal del vínculo. Por lo demás, el artículo 8 de aquélla no ofrece duda alguna en su exégesis: El menor tiene derecho a ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal, familiar o social. Es cierto que la regla 4.a del artículo 770 LEC 2000, completado por la nueva Ley de 2005 con un nuevo párrafo, dispone genéricamente que, cuando hubiere hijos menores o incapacitados, se les oirá si tuvieren suficiente juicio y, en todo caso, si fueren mayores de doce años (la regla añadida contiene garantías razonables para tal audiencia). Pero la regla de la intervención de los menores e incapacitados se inserta inmediatamente después de aludir a los pronunciamientos sobre medidas que les afecten, es decir, la guarda o custodia, alimentos, etcétera, lo que ya venía ocurriendo bajo la Ley de 1981. Sin embargo, lo que yo propugno ahora es que, con base en el artículo 8.° Ley 1996, se conceda a tales menores e incapacitados el derecho a hacerse oír en el proceso de divorcio, materia indudablemente familiar y cuya sentencia estimatoria afectará ineludiblemente a su esfera personal, familiar o social. ¿Puede alguno dudar de que la sentencia de divorcio vaya a afectar, por lo general, a los hijos menores? El propio legislador de 2005 lo reconoce paladinamente en el preámbulo: Con el fin de reducir las consecuencias derivadas de una separación y divorcio para todos los miembros de una familia, mantener la comunicación y el diálogo, y en especial garantizar la protección del interés superior del menor, se establece la mediación como un recurso voluntario alternativo de solución de los litigios familiares por vía de mutuo acuerdo con la intervención de un mediador, imparcial y neutral. Este párrafo retrata exactamente la actitud del Estado moderno -e implícitamente la de nuestro Estado de bienestar- ante la ruptura legal del vínculo matrimonial. Implícitamente reconoce que tanto la aplicación de la Ley de 1981 como la vigente producen consecuencias (eufemismo para ocultar los graves perjuicios derivados de la sentencia estima-toria en relación con los cónyuges y sus hijos) para todos los miembros de la familia; daños que, tácitamente, confiesa no poder remediar en su origen precisamente la ley que el mismo Estado ha propuesto y promulgado. El Estado hace dejación de sus deberes de proteger a la familia resignándolos en la nueva panacea de la práctica de la mediación matrimonial. Pero, ¿qué ocurrirá si las partes no desean acudir al mediador, o éste fracasa? Los daños y consecuencias del divorcio se perpetuarán con inmediato reflejo en la sociedad. Otra indudable manifestación de una peligrosa privatización en el ámbito del Derecho de Familia.
La Ley del 2005 ha pretendido perfeccionar la regulación del divorcio, no sólo en aspectos prácticos o funcionales, sino en depurar su razón última para existir, que lo ha cifrado, o sublimado, en el ejercicio de la máxima libertad para cada uno de los cónyuges (proclamación del supuesto derecho a no estar casado); paralelamente, consciente o inconscientemente, ha subvertido la noción de matrimonio en sentido legal, pues, después de la reforma, ni siquiera llega esta institución a la categoría de mero contrato o negocio jurídico; así, aunque sigue atribuyendo a los Tribunales la competencia para sentenciar aquél, acaso daría igual en teoría que este divorcio lo pronunciara un funcionario público que ha cursado la carrera de derecho, el secretario del Registro civil, el alcalde o el concejal encargado de la asistencia social (no teniendo que analizar jurídicamente los hechos alegados como causa de su pretensión, cualquiera de los mencionados puede valorar si la petición de separación o divorcio reúne los requisitos legales).
12. El fracaso estatal del divorcio y sus posibles remedios
Hablo, en general, de fracaso o no consecución de los fines perseguidos, en la regulación estatal del divorcio, porque las sucesivas normativas producidas en los dos últimos siglos se muestran incapaces de resolver razonable y equitativamente los conflictos familiares; porque el número de éstos no queda circunscrito a cierto porcentaje estabilizado, ni menos aún logra su disminución; porque tampoco ha conseguido, al resolverlos, que se asegure la protección de las personas más vulnerables de la familia; porque la one-parent-family, secuela ineludible del divorcio, representa un núcleo familiar incompleto cuyo standard of life se ha reducido notablemente después de la ruptura, y muchas veces precisa ayuda de la asistencia pública (40).
La perspectiva histórica de más de un siglo para examinar la evolución de cualquier institución jurídica parece suficiente para obtener conclusiones significativas. Al cabo de algunos años de funcionamiento de los sistemas divorcistas que he descrito, ninguno de los patrocinados por el legislador occidental, hasta aquí examinados, ha servido para frenar con claridad, o hacer disminuir, el número de divorcios legales; antes al contrario, las reformas legales del divorcio han terminado inexorablemente por incitar a los cónyuges a solicitar, en un número mayor que bajo el sistema anterior, la ruptura legal de su unión. Por todo ello resulta difícil encontrar hoy juristas que se muestren ni plena ni medianamente satisfechos con la legislación divorcista vigente en su respectivo país. Como el incremento de rupturas legales es acumulativo, al final del siglo xx el número de sentencias de divorcio se ha multiplicado por varios dígitos, sin que el estreno de un nuevo sistema implique un factor de retroceso o, al menos, de estabilización en el número de aquéllas. Paralelamente se están produciendo en muchos países fenómenos inquietantes: ha disminuido la frecuencia de matrimonios (fenómeno no directamente achacable al incremento de divorcios, pero sí aparece con él indirectamente relacionado); crece con velocidad variable, según los países, el número de uniones de hecho y el de hijos nacidos fuera de matrimonio. Por otro lado, también resulta incuestionable que nadie pondera o ensalza, eventualmente, los sistemas divorcistas en vigor por su justicia o bondad intrínsecas, sino, todo lo más, por razones formales, es decir, por el aligeramiento de trámites procesales y por la rapidez de actuación, que permiten dictar sentencia a los Tribunales con relativa mayor agilidad. En todo caso, los posibles perjuicios causados a los cónyuges y a los hijos, o a la institución familiar misma, por las rupturas matrimoniales, no suelen tomarse en consideración para ser atajados in radice, sino, todo lo más, paliados o remitidos a la iniciativa privada o a una futura legislación estatal sin plazo de cumplimiento (41).
Tampoco es frecuente plantearse el tema fundamental de la actitud y de la responsabilidad general del Estado ante el divorcio y su fracaso. Diríamos que se trata de cuestiones insólitas o políticamente incorrectas. Pero cabe, no obstante, observar que, tratándose exclusivamente de la protección de los menores, se asume generalmente que el Estado debe empeñarse a fondo en tutelar el best interest of Child. Paradójicamente se sostiene que, sin embargo, en materia matrimonial, aquél debe ser neutral, no debiendo tomar partido cuando los ciudadanos se inclinan por aceptar y reconocer cualquier regulación de organización de sus relaciones sexuales, por atípicas que sean y cualesquiera sean sus efectos. Concretamente, respecto de estas últimas se sostiene que el Estado no tiene que expresar ninguna preferencia por el matrimonio, sino proteger por igual todas las opciones que, ubérrimamente, se manifiesten en la sociedad; lo que conlleva igualmente neutralidad en caso de divorcio (42). Obsérvese, sin embargo, que declarar la máxima protección a los hijos (que se califica de integral en el art. 39.2 CE), comprometiendo en ella al Estado y a los demás poderes públicos, y ser neutral a propósito del matrimonio y de su ruptura (cuando todavía en muchos países occidentales el mayor número de ciudadanos nacen precisamente en el seno de un matrimonio legal), resulta una ingenuidad, o una contradictio in terminis, cuando no representa una postura farisaica.
Por otra parte, aún existe en la sociedad occidental un elevado número de ciudadanos que planean vitalmente su matrimonio como proyecto a largo término, es decir, para durar de por vida. De otro modo, sería comprensible interrogarse, ¿para qué casarse si resulta tan fácil divorciarse? Puede afirmarse, por ello, que un divorcio sencillo y rápido puede estimular, más bien, a los ciudadanos a constituir meramente una unión de hecho, que a casarse. En nuestro ordenamiento, relacionando los artículos 32 y 39.1 CE, se concluye por deducción la existencia del derecho individual de hombres y mujeres a contraer un matrimonio indisoluble, que para bastantes sectores de población sigue siendo la modalidad que colma sus más íntimas aspiraciones, y, por ello, se adapta mejor a su proyecto vital. Pero ocurre que nuestra legislación ordinaria no contempla, ni permite, la tutela jurídica de una familia basada en el matrimonio indisoluble (43). Desde 1981, y con mayor razón a partir de 2005, ya no puede haber en España familias jurídicamente estables, sino familias frágiles y fragilizadas legalmente por causa de una política matrimonial que, desde hace un cuarto de siglo, discurre por derroteros opuestos a aquéllos por los que debiera transitar. Porque, ¿qué quiere decir protección jurídica de la familia? A mi juicio, que los cónyuges que hayan optado por una familia estable dispongan también de mecanismos legales para asegurar la subsistencia de la familia por ellos formada, cualesquiera sean los conflictos que en su seno surjan; significa también que la ley no estimule la ruptura legal, sino que facilite la reconciliación (y a ello debieran conducir, eventualmente, los mediadores); en consecuencia, si no hay más remedio que acordar la separación de los cónyuges, los miembros más vulnerables deben recibir las ayudas pertinentes y debiera ofrecerse a todos los interesados mecanismos eficaces de mediación que busquen, no sólo la ruptura más o menos civilizada, sino también el restablecimiento de una armónica convivencia familiar. En definitiva, que en lugar de hacer prevalecer un favor divortii como abierta o solapadamente se postula, predomine el favor matrimonii y el favor familiae que exigen imperiosamente y de consuno el bien común de la sociedad. No hay, propiamente, un jus ad divortium, sino un derecho de cada cónyuge -al menos, de cierto número de ciudadanos- a no ver frustradas sus expectativas de concertar un long-time marriage, es decir, un matrimonio for life, lo que supone que sobre cada uno de ellos -y también sobre abogados y jueces que intervengan en su caso- recae, como dice la sección 1 de la Matrimonial Causes Act inglesa, de 1996, el deber de hacer todo lo posible por save the marriage. Obligación que recae asimismo sobre el Estado en general y, en particular, sobre aquellos juristas que tienen que resolver un conflicto familiar. Durante el siglo pasado, los Estados occidentales lograron ver culminada su aspiración de ser únicos árbitros de los conflictos conyugales. Coadyuvaron en tal empresa varias Escuelas filosóficas y jurídicas y la nada desdeñable ayuda de las Iglesias surgidas del Cisma y de la Reforma, por lo cual alguna responsabilidad alcanzaría a estas últimas en el antes demostrado fracaso del divorcio legal. Es posible que los funcionarios estatales de diversos países europeos creyeran de buena fe que mejorarían la labor llevada a cabo, en materia matrimonial, por la Iglesia Católica a lo largo de varios siglos anteriores. Hoy no cabe abrigar ilusiones en este punto, pues la realidad está demostrando que el poder estatal lo ha hecho, a lo largo de la historia, y lo está haciendo en el presente, mucho peor que la Iglesia, habiendo sido actualmente desbordado por las demandas sociales y las reivindicaciones de grupos minoritarios muy activos.
El remedio a las crisis conyugales ya no puede consistir en dejarse arrastrar por esta corriente, facilitando jurídicamente, cada vez más, la ruptura de los matrimonios legalmente celebrados. Durante más de un siglo han estado inspiradas las legislaciones occidentales en el favor divortii y ahora, al cabo de bastantes años de aplicación, se muestra claramente que el problema es el divorcio, por su imparable difusión, por sus perversos efectos para los propios cónyuges, sus hijos y la sociedad en su conjunto, porque, en suma, el divorcio engendra divorcio y acaba socavando los fundamentos de la institución familiar.
No parece justo que el Estado imponga totalitariamente a todos los ciudadanos un único modelo de matrimonio light, que puede quebrarse a la menor crisis. Por el contrario, los ciudadanos que lo deseen debieran poder acceder a lo que, en terminología anglosajona, se designa como long-term marriage, y que aquí tradicionalmente hemos apellidado sin más de matrimonio indisoluble. Los demás remedios que ahora aconseja seguir la Comisión Europea de Derecho de Familia -y que consiste fundamentalmente en generalizar el divorcio por mutuo consenso- es más de lo mismo, incidiendo en idénticas causas de fracaso que los anteriores sistemas aplicados.
No parece infundado predecir que si el legislador estatal persiste en el mismo camino -y, peor todavía, si tratara de hacerlo cualquier órgano europeo-, y no cambia de rumbo su política familiar, la privatización del matrimonio resultará inevitable (44). Así permite constatarlo la Ley española del 2005. No es inadecuado reiterar que, quizá, muchos ciudadanos discurran así: ¿para qué casarse si la ley otorga a la unión libre casi idénticos derechos y beneficios sociales que al matrimonio? No resulta indiferente para el Estado y la sociedad que haya muchos matrimonios que funcionen armónicamente, ejerciten responsablemente sus facultades reproductivas y sean capaces de superar las inevitables crisis conyugales. Uniones conyugales válidamente celebradas entre jóvenes ilusionados por realizar un proyecto duradero de vida en común. Rebajar las exigencias legales para la celebración del matrimonio y para su ruptura legal no es la mejor manera de disuadir a los ciudadanos de que entren en unas uniones de hecho a las que se las colma de beneficios legales y sociales y, probablemente, hasta se va a permitir su ingreso en el Registro Civil. Entre otros motivos porque el índice de fecundidad entre tales parejas de hecho resulta muy inferior al mínimo de reemplazamiento de la población.
Notas
(1) Bettini: Indisolubilidad del matrimonio (Buenos Aires, 1993), p. 435. La obra, sorprendentemente, está prologada, entre otros, por Felipe González y Peces Barba. El autor, militante cristiano, fue perseguido y torturado por el régimen militar argentino, y en homenaje a su memoria se ha editado esta obra suya inédita en la que defiende la característica esencial y más conocida del matrimonio cristiano, que es la indisolubilidad, y por lo cual también la prologan miembros de la jerarquía católica argentina.
Probablemente es la última obra jurídica civil publicada en lengua castellana que tiene por tema principal la indisolubilidad matrimonial
(2) obligatorio, aunque, curiosamente, su CC sigue proclamando la indisolubilidad como nota esencial del matrimonio. Cfr. García Cantero: "Chile estrena divorcio", AC, número 5, marzo 2005, pp. 517 y ss., especialmente p. 522. También publicado bajo el título Marriage and divorce in Chile, The international survey of family law. Edition 2005, pp. 155 y ss.
(3) Me he ocupado extensamente del tema en GARCíA Cantero: "El divorcio en los Estados modernos", en la obra colectiva ¿Divorcio o indisolubilidad? (Madrid, 1978), pp. 502-513.
Entre los Estados integrantes de la UE únicamente lo desconoce Malta (país al que, por cierto, ninguna instancia comunitaria le ha obligado, para ingresar en aquélla, a renunciar a la indisolubilidad matrimonial conforme a sus tradiciones jurídicas). Por su parte, Chile ha dejado de ser el único país iberoamericano que conservaba aquélla dentro de su sistema de matrimonio civil.
(4) He escrito en otro lugar (García Cantero: "El divorcio en los Estados modernos", en loc. cit., p. 445):
Se ha observado, en general, que el triunfo de la Ley Fortuna fue debido a un hecho nuevo en la historia parlamentaria italiana, a saber, la formación de un frente divorcista nutrido de fuerzas políticas muy diversas, pese a lo cual ha sabido mostrarse muy unido y compacto hasta el final; su común denominador era el laicismo, y frente a él sólo quedaba la democracia cristiana, el partido monárquico y el movimiento social italiano; por primera vez en la historia política italiana, el frente antidivorcista aparecía, en contraste, desunido, inseguro y poco dispuesto a anteponer la defensa de la indisolubilidad a otras metas políticas. Singularmente extraña fue la intervención del senador Leone, después de una reñida votación en el Senado (se aprobó la continuación de la discusión del proyecto de Ley por 155 votos contra 153), ofreciéndose a mediar en la redacción de un texto técnicamente mejorado que obtuviera una mayoría más calificada; así se consiguió una mayoría de 164 votos frente a 150, que permitió pasar adelante un proyecto que, de otra forma, hubiera corrido la suerte de los fracasados anteriormente
(4 bis) La expone sucintamente Gallego García: Los cambios del Derecho de familia en España (1931-1981), Valencia, 2005, pp. 114 y ss.
(5) Un caso singular es el representado por las Iglesias ortodoxas orientales, que, al cabo del tiempo, terminan aceptando, en mayor o menor medida, el régimen divorcista del Estado. Así describe la inicial situación anterior al Cisma Pujol ("El divorcio en las Iglesias ortodoxas orientales", en el vol. colectivo El vínculo matrimonial etc., cit., pp. 371 y ss., especialmente p. 433): 1. La Iglesia de los primeros siglos, representada por los Padres y escritores, proclamó la indisolubilidad del matrimonio y, por consiguiente, fue contraria al divorcio. 2. El divorcio admitido por los Padres debe ser entendido, no en el sentido de ruptura del vínculo matrimonial, como en el derecho romano, sino en el de ruptura de la vida familiar y conyugal. 3. Las circunstancias del tiempo no permitían una clara imposición de la indisolubilidad matrimonial, ya que no era admitida por el derecho romano; no es, pues, de extrañar una cierta tolerancia ante uniones ilegítimas, que, sin embargo, siempre fueron condenadas por los Padres 4. Las segundas nupcias, si bien nunca fueron recomendadas, por ser un indicio de incontinencia, sin embargo eran permitidas, aunque sujetas a una penitencia eclesiástica y que impedían entrar en las filas del clero. 5. El adulterio del hombre y de la mujer fue equiparado por algunos Padres, fundados en la ley divina; sin embargo, el adulterio del marido no siempre fue considerado motivo para el repudio. 6. Los argumentos en defensa de la indisolubilidad fueron: a) la autoridad de la Sagrada Escritura; b) desde su origen el matrimonio fue indisoluble, y Jesucristo devolvió al matrimonio su primera estabilidad, no como ideal sino como un precepto; c) el matrimonio tiene tal virtud unitiva que de dos personas hace una sola carne, lo cual hace imposible el divorcio verdadero; d) por el matrimonio ni el marido es dueño de su cuerpo, ni la esposa del suyo, sino que la propiedad pasa al otro; e) unirse con una tercera persona, en vida del otro cónyuge, siempre y en lodos los casos es un adulterio, lo mismo en el esposo que en la esposa, aunque en el orden penitencial haya tal vez una diferencia; f) el matrimonio debe regirse por la ley evangélica y no por las leyes humanas, aunque éstas admitan el divorcio pleno. Después de producirse el Cisma de Oriente, la situación puede decirse que, en este punto, se agravó, y así el propio autor, después de analizar la doctrina de las Iglesias más importantes, concluye (loc. cit., pp. 423 y s.): Para enjuiciar las Iglesias orientales ortodoxas en lo que se refiere al divorcio, es preciso tener presente varios elementos. Ellas se han encontrado con una costumbre muy radicada en la vida de los pueblos, confirmada por la ley civil, que ha determinado y legalizado varias causas para el divorcio y que la Iglesia, por la preponderancia del Estado, se ha visto obligada a admitirlas. Al correr de los tiempos fueron añadidas otras causas, con el fundamento de una interpretación incorrecta del Evangelio. Y el pueblo ha ido acostumbrándose a considerar el divorcio como cosa no sólo lícita, sino también como una salida natural para los inconvenientes propios de todo matrimonio. Todo esto ha formado una tradición que las Iglesias ortodoxas no pueden romper y que les impide reaccionar convenientemente, aunque muchos no dejen de ver los malos efectos que del divorcio se siguen en la familia, en la sociedad y en la misma Iglesia.
(6) Ampliamente puede consultarse Bressan: "La indisolubilidad del matrimonio en el Concilio de Trento", en el volumen colectivo El vínculo matrimonial etc., cit., pp. 220 y ss.
(7) Así Wolff en la trad. esp. del Tratado de Derecho civil de Ennecerus ed altri IV-1.°, 2.ª ed. (Barcelona, 1953), pp. 218 y ss., y para lo que sigue. Lutero empezó a tratar de la indisolubilidad del matrimonio en su libro De captivitate Babylonica (1520) con la finalidad de negar la autoridad del Papa sobre los fieles; para él las disposiciones eclesiásticas sobre el matrimonio eran uno de los ejemplos de despotismo injustificado por parte de la Iglesia y constituían una usurpación del poder temporal. En sus escritos posteriores admite claramente el divorcio por causa de adulterio, en calidad de derecho de cónyuge inocente y como una concesión divina, añadiendo otras causas (impotencia, ausencia prolongada, incitación al mal, incompatibilidad de caracteres y diversidad de religión que impidiese la vida cristiana).
(8) Melanchton fue más moderado en este punto que Lutero, pues reconocía que la indisolubilidad fue querida por Dios; pero interpreta los textos evangélicos en el sentido de que Cristo admite un verdadero divorcio a favor del cónyuge inocente en caso de adulterio y de abandono del hogar. Calvino redujo el divorcio al caso de adulterio. Pero Bucero, un discípulo de Lutero, sostuvo que el legislador civil tenía amplias facultades para reconocer el divorcio (cfr. Bressan: loc. cit., pp. 220 y ss).
(9) En general, Erle: Die Ehe im Naturrecht des 17.Jhs (jur. diss. Göttingen, 1952); Schwab: Grundlagen und Gestalt der staatlichen Ehegesetzgebung in der Neuzeit, pp. 125 y ss. Dice gráficamente Wolff, op. cit., p. 219, que la doctrina jusnaturalista del matrimonio como contrato civil ha dado grandes facilidades al divorcio en las leyes civiles desde el siglo XVIII.
(10) Wesenberg-Wesener: Historia del Derecho privado moderno en Alemania y en Europa (trad. esp. de la 4.ª ed. alemana por J. J. de los Mozos Touya) (Valladolid, 1995) pp. 308 y s.
El § 1588 dice: Las obligaciones eclesiásticas en relación con el matrimonio no son alteradas por las disposiciones de esta sección. Sobre el significado que, de modo unánime, la doctrina alemana actual atribuye a dicho parágrafo, puede verse Wacke en el Miinchener Komm. 5 Familienrecht 1978, p. 1109.
(11) Cretney: Family Law, 3.a ed. (London, 1997), p. 39.
(12) Sobre la repercusión de estas ideas, es clásica la obra de Olivier Martín: La crise du mariage pendant la Révolution (París, 1901).
(13) La analiza ampliamente Olivier Martín: La crise du mariage dans la législation intermédiaire (París, 1909).
(14) El tema ha sido objeto de investigación durante los primeros años del siglo xx: Olí-ver Martín: La crise du mariage dans la législation intermédiaire (Th. París, 1901); Cruppi: Le divorce sous la Révolution (Th. París, 1910); Thibaut-Laurente: La prémiére introduction du divorce en France sous la Révolution et l'Empire (Th. Montpellier, 1939).
(15) Observación de Carbonnier: Droit civil 2 La famille (14 ed., París, 1991), p. 162.
(16) Inspirada en la obra de De Bonald: Du divorce consideré au xixé siécle, relative-ment á l'état domestique et á l'état publique de la société. Afirma Carbonnier: op. et loc. cit., p. 164, que l'abolition du divorce en 1816 n'avait laissé aucun regret dans la doctrine civiliste du xixé siécle.
(17) Su pensamiento aparece recogido en las siguientes obras: Religion, propriété, famille (París, 1869); Le divorce (París, 1876); La loi de divorce (París, 1903). Sobre los trabajos preparatorios de la Ley Naquet: Le Goasgüen: Le divorce devant l'opinion, les Chambres et les Tribunaux (Th. Rennes, 1913).
(18) Así se expresaba el notario Sr. Díez Pastor: "La familia y los hijos habidos fuera de matrimonio según la Constitución", RDP, 1933, p. 194.
(19) Delgado Iribarren: "El Derecho de familia en la Constitución de la República española de 1931", RDP, 1932, pp. 69 y s., escribe: Era convicción general y unánime que se admitiría el divorcio en la nueva Constitución como postulado de los partidos políticos que contribuyeron al cambio de régimen, y, por ello, la Comisión parlamentaria, separándose del Anteproyecto presentado por la Asesoría Jurídica, que no hacía indicación alguna sobre este punto, presentó su Dictamen a la Cámara con el principio del divorcio, dejando su reglamentación para una ley especial; en esta situación el resultado favorable a este criterio estaba prejuzgado, y solamente el señor Ossorio y Gallardo quiso hacer honor a sus conocidas opiniones antidivorcistas y opuso en la Cámara argumentos limpios de todo carácter dogmático o jurídico.
(20) Cfr. García Cantero: op. et loc. cit., pp. 445 y s.
(21) Con mayor amplitud de detalles puede verse García Cantero: op. et vol. cit., pp. 467-470. Una vez caído el Muro de Berlín, varios de estos países han firmado Acuerdos jurídicos con la Santa Sede (Polonia, Croacia, Eslovenia, Lituania) precisamente al objeto de reconocer efectos civiles al matrimonio celebrado canónicamente, y se disponen a reformar en consecuencia su Derecho de familia, siendo la primera medida la de reincorporarlo al Código Civil, rescatándolo de los Códigos familiares de la era socialista. Un ejemplo de lo dicho lo tenemos en el CC lituano promulgado el año 2000, como expone Keserauskans: "Moving in the same direction? Presentation of family law reforms in Lithuania", en Annual Survey of Family Law, Edition 2004, pp. 322 y ss. El autor expone las dificultades encontradas para incorporar al CC figuras como el matrimonio homosexual, postulado por algunos grupos de presión, pero rechazado por la opinión pública.
(22) Como se ha dicho en el texto, la introducción del divorcio en Portugal fue consecuencia de una Revolución. El CC de 1867 había establecido con claridad la indisolubilidad de la unión conyugal en su artículo 1.056 al disponer que el matrimonio es un contrato perpetuo hecho entre dos personas de sexo diferente, con el fin de constituir legítimamente la familia. Se reconocían efectos civiles al matrimonio canónico y se reservaba el matrimonio civil a los que no profesaban la religión católica. La Revolución de 1910 modificará sustancialmente este sistema, al implantar, por Ley de 25 de diciembre del mismo año, el matrimonio civil obligatorio; anteriormente otra Ley, de 3 de noviembre del mismo año, introduce por primera vez el divorcio en el país, tanto por consentimiento mutuo como por diversas causas subjetivas y objetivas. El Concordato de 1940 introduce, a su vez, en el artículo 24, una innovación importante al establecerse que, en armonía con las propiedades esenciales del matrimonio canónico, se entiende que, por el hecho de la celebración de éste, los cónyuges renuncian implícitamente a la facultad civil de solicitar el divorcio. En todo caso, el porcentaje de divorcios respecto del número total de matrimonios celebrados en el período 1961-1974 apenas si llega al 1 por 100 (García Cantero: loc. cit., p. 482).
(23) Meulders-Klein, Marie-Thérése: "La problématique du divorce dans la législation d'Europe occidentale", RIDC, 1989, p. 8, afirma que resulta bastante claro que se dibujan ciertas tendencias generales; entre ellas, la más visible incontestablemente es la creciente liberalización del acceso al divorcio.
(24) Amplia descripción de estos fenómenos en Francia puede encontrarse en Groslié-RE: La réforme du divorce (París, 1976).
(25) En Roma, el divorcio communi consensu es siempre libre y el emperador Anastasio, en el 497, autorizó a la mujer a volver a casarse transcurrido un año. Justiniano siguió aceptando el divorcio por el simple acuerdo común de los cónyuges (Iglesias: Derecho romano, 6.a ed., 1972, p. 560).
(26) Marie Thérése Meulders-Klein (loc. cit., p. 9), con cita de Dumusc: Le divorce par consentemente mutuel dans les législations éuropéennes [Généve, 1980], afirma que el divorcio por mutuo consentimiento era considerado con disfavor en la mayoría de los países europeos precisamente debido a su carácter contractual.
(27) La llamada Comisión de Derecho de Familia Europeo, fundada en Utrecht a principios del 2003, bajo la forma de una fundación sometida al Derecho neerlandés, basada en una iniciativa científica de carácter privado y cuyos miembros son independientes de cualquier organización o instituto es plenamente consciente de que no hay consenso para lograr un derecho de familia armonizado entre los países de la UE, por lo cual sólo aspira a formular principios generales no vinculantes. En 2004 se han publicado unos denominados principios de derecho europeo de familia relativos al divorcio y a los alimentos entre esposos divorciados (cfr. Boele-Woelki, Katharina, et alii: Principles of european family law concerning divorce and maintenance between former spouses) de mero valor doctrinal, pues ningún país se ha adherido a los mismos. Por lo demás, cabe decir que entre ellos no se contempla la ruptura por simple decisión unilateral, como explica la autora últimamente citada: "Los principios de divorcio empiezan con tres principios generales con respecto a la admisibilidad del divorcio: el procedimiento legal y autoridad competente y las formas de divorcio. Luego se tomó la decisión por [sic] dos formas de divorcio: el divorcio por consentimiento mutuo y el divorcio sin el consentimiento de uno de los esposos. En la primera forma de divorcio se presta atención en cuatro principios a la noción de consentimiento mutuo, el período de reflexión, el contenido y forma del acuerdo y, por último, la determinación de las consecuencias. También con respecto a la segunda forma de divorcio se formularon tres principios, que tratan (de) la separación de hecho, la cláusula de dureza y, por último, la determinación de las consecuencias". Del esquemático resumen que hace la autora se desprende, en primer lugar, que la Comisión Europea de Derecho de Familia (CEFL) centra la atención en la idea de la responsabilidad propia de los cónyuges Por eso el consentimiento entre los esposos desempeña, en tales principios, un papel importante. El divorcio consensual, por consiguiente, debe presentarse lo más atractivo posible. Una pregunta político-jurídica importante es, sin embargo, ¿qué formas de mecanismos de control son necesarias para evitar el abuso de la autonomía de las partes? En segundo lugar, se desprende que, en el caso de que uno de los esposos se resista al divorcio, no se utilizará la ruptura definitiva como causa del divorcio. Después de discusiones largas, la CEFL se ha decidido finalmente por un criterio que puede ser constatado objetivamente: la separación de hecho (Boele-Woelki, Katharina: "La Comisión de Derecho de Familia Europeo: La redacción de los principios en el ámbito del divorcio y los alimentos entre cónyuges", en el volumen Nous reptes del Dret de familia. Materials de les tretzenes jornades de Dret català a Tossa [Girona, 2005] pp. 50 y s.).
(28) Sigo las explicaciones de Meulders-Klein, Marie Thérése: loc. cit., pp. 29 y ss.
(29) Meulders-Klein, Marie Thérése: loc. cit., p. 30.
(30) Meulders-Klein, Marie Thérése: loc. cit., p. 28. Sustancialmente de acuerdo también Cretney: Family Law, 3.ª ed. (London, 1997), p. 42.
(31) En general, Cretney: Family Law, 3ª ed. (London, 1997), pp. 43 y ss. En particular, sobre los aspectos procedimentales, pp. 46 y ss., así como sobre la cláusula de dureza para denegar el divorcio, que el autor considera sustancial más que grave.
(32) Una excepción en Francia lo constituye Carbonnier: op. et vol. cit., pp. 59 y ss., que dedica una decena larga de páginas a la introducción del tema del divorcio, tratándolo metodológicamente desde un punto de vista plurisdisciplinar, incluyéndolo en un título más amplio que denomina le démariage, ocupándose de su historia, de las opiniones de las distintas confesiones a propósito de la ruptura legal del vínculo, así como de los aspectos sociológicos. A modo de conclusión dice: Tout balance faite, le jugement moyen des Francais á Végard du divor-ce s'est probablemente stabilisé autour de la formule célebre: un mal nécessaire. Elle a traduit la position de la Reforme avant celle de la morale laïque (p. 169).
(33) Sobre la última reforma del divorcio galo, además del tratamiento manualístico contenido en la nueva edición de Malaurie-Fulchiron: La famille (París, 2004); cfr. Lemouland: La Loi du 26 mai 2004 relative au divorce, D. 2004, pp. 1825 y ss.; Rubellin-Devichi, Jacque-üne: "Le nouveau droit de divorce", JCP, 2004, pp. 1037 y ss.; Fulchiron: Les métamorphoses des cas de divorce (propos de la réforme du 26 mai 2004), Defrénois 2004, pp. 1103 y ss.; "The new french divorce law", The international survey of family law. Edition 2005, pp. 241 y ss.
(34) Al tiempo de publicarse la Ley de 1981 atribuí a nuestro sistema divorcista el carecer de una filosofía coherente, homogénea y sistemática, de suerte que el legislador daba la impresión de haber ido tomando piezas sueltas de sistemas extraños (García Cantero: Comentarios Albaladejo II, 2.ª ed. [Madrid, 1982], p. 331; una crítica general de la ley en este punto puede verse en op. cit., pp. 299-302).
(35) Cfr. Boele-Woelki, Katharina: "La Comisión de Derecho de Familia Europeo, etc.", cit., p. 51.
(36) Según tales estadísticas, España, Italia e Irlanda son los países comunitarios con menor índice de divorcialidad, que en los últimos años gira en torno a uno por mil habitantes, mientras que la media gira en torno a dos divorcios por millar de habitantes, superándola Suecia, Dinamarca y alguno de los países últimamente llegados a la UE, que se aproximan a los tres divorcios.
(37) Por ese camino cabría concluir que el artículo 1.256 es inconstitucional por oponerse al libre desarrollo de la personalidad del contratante.
(38) En la Sesión plenaria del Congreso de los Diputados celebrada el 21 de abril de 2005, la diputada de CIU, señora Pigem y Palmes, lo advirtió con claridad: Creemos que en sede contenciosa sería más respetuoso con nuestro marco jurídico y especialmente con el artículo 32.2 de la Constitución mantener la necesidad de explicitar cuál es la causa por la que se solicita la separación, una causa que además ilustrará al juzgador acerca de la realidad de cada familia concreta, una ilustración que parece necesaria, ya que es sobre esa realidad sobre la que el juzgador deberá adoptar los efectos de la separación (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, VIII Legislatura, año 2005, núm. 84, p. 4103). A la enmienda propuesta por CIU se adhirió la diputada del PP, señora Matador de Matos (loc. cit., p. 4107), siendo ambas enmiendas rechazadas.
(39) En el artículo 85 se añade y el tiempo de su celebración, de aquí que resulta repetitivo en este punto el artículo 86, a menos que se haya querido decir que la reforma carece de efecto retroactivo.
(40) ¿Qué calificativo merecería un Estado que al regular, por ej., el contrato de compraventa, lo hiciera bajo el principio de que el interés social exige otorgar a cada contratante las mayores facilidades para apartarse, romper o rescindir unilateralmente el contrato que voluntariamente ha asumido, pues así se deduce como corolario de la libertad de la persona como valor constitucional y del libre desarrollo de la personalidad (art. 10 CE)? ¿Qué consecuencias económico-sociales se producirían si el número de incumplimientos de este contrato creciera constantemente, año tras año, frustrando las razonables expectativas de miles de vendedores de productos?, ¿no sería sensato revisar el sistema legal de rupturas para estabilizar y fomentar el comercio?
(41) Está por ver la puesta en aplicación del fondo de garantía de pensiones, contemplado en la disposición adicional única de la Ley 2005, según la cual: "El Estado garantizará el pago de alimentos reconocidos e impagados a favor de los hijos e hijas menores de edad en convenio judicialmente aprobado o en resolución judicial, a través de una legislación específica que concretará el sistema de cobertura de dichos supuestos". Obsérvese que es un compromiso que no tiene plazo de cumplimiento; que no afecta a la pensión compensatoria del cónyuge separado o divorciado, ni tampoco a la pensión alimenticia del cónyuge separado; por último, se ha olvidado en la lista de beneficiarios a los hijos mayores incapacitados.
(42) Se lo plantea interrogativamente Fulchiron: The new french divorce law, op. cit., p. 250, al concluir su crónica de Derecho francés: Is marriage to be merely one among many forms of living as a couple, to be taken up, arranged and dissolved on the basis of individual choice alone? Todo ello a pesar de que el país vecino no ha dado el paso decisivo de nuestra Ley de reforma del 2005, y mantiene, como escribe aquel autor, el divorcio por culpa reducido a las violaciones más graves de los deberes y obligaciones conyugales (loc. cit., p. 247).
(43) El término matrimonio indisoluble ha desaparecido de nuestro vocabulario jurídico. Probablemente la última vez que se pronunció en el hemiciclo de San Jerónimo fue con ocasión de la presentación del proyecto de ley de divorcio por el ministro Sr. Fernández Ordóñez cuando dijo aquella rotunda y peyorativa frase, poco acorde, sin embargo, con la tozuda naturaleza de las cosas, e intrínsecamente falsa por tanto: El matrimonio no puede ser indisoluble porque nada hay indisoluble en esta vida. ¿No contemplamos a diario tantos matrimonios disfrutando el sereno amor de la tercera edad? ¿No muestra la realidad diaria que también es indisoluble, por ejemplo, el amor de la madre por sus hijos? Es curioso que actualmente algunos familiaristas norteamericanos están comenzando a descubrir, aun sin nombrarlo, las bondades del matrimonio indisoluble, tomando por punto de partida el artículo 16 de la Declaración de la ONU de 1948, al que denominan the long-term Marriage. Así Parkman: "To what «marriage» do we have a right?" en el volumen colectivo Family Law and Human Rights (edit. by Peter Lodrup and Eva Midvar), Trondheim, Norway 2004, pp. 556 y ss. Expone minuciosamente este autor los numerosos beneficios que derivan de dicha modalidad matrimonial, especialmente bajo una perspectiva económica y social; por ello, los cónyuges están dispuestos a asumir determinados sacrificios para obtenerlos: Since those benefits will generally occur in the future, the durability of the marriage is in an important factor encouraging the personal sacrifices (loc. cit., p. 558). La conclusión resulta sumamente clara: The only way to create a credible long-term commitment to marriage is to make it difficult to dissolve a marriage (loc. cit., p. 561). [Adviértase que el autor prescinde de cualquier motivación religiosa y que el objeto de su trabajo es impulsar la celebración de matrimonios que vayan precedidos de un prenuptial agreement, es decir, que este autor parece asignar también un nuevo objetivo a las capitulaciones matrimoniales que, por influjo hispano-francés, siguen concertándose en el Estado americano de Nueva Orleans].
(44) Lo reconoce abiertamente, a la vista de la reforma francesa de 2004, Fulchiron: loc. cit., pp. 250 y s.: Divorce reform would become part of the progressive slide of the institution of marriage from the public to the private sphere.
Gabriel García Cantero es Catedrático emérito de Derecho Civil
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