Como es conocido, el matrimonio es la alianza de varón y mujer para toda la vida. En el matrimonio el varón y la mujer se entregan el uno al otro para siempre. Esta es una realidad reconocida tanto en el derecho de la Iglesia como en la doctrina de la Iglesia. Así la afirma el Catecismo de la Iglesia Católica:
1614: En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).
1615: Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
Y así lo indica el Código de Derecho Canónico:
Canon 1056: Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento.
Naturaleza de la indisolubilidad matrimonial
El derecho canónico ha configurado jurídicamente la indisolubilidad estableciendo el impedimento de vínculo o ligamen, de modo que sería nulo el matrimonio contraído subsistiendo un vínculo matrimonial anterior:
Canon 1085 § 1: Atenta inválidamente matrimonio quien está ligado por el vínculo de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado.
En virtud de la propiedad esencial de la indisolubilidad -y del impedimento de vínculo- los contrayentes adquieren un compromiso por toda la vida, de modo que ninguna autoridad puede disolver su matrimonio: el matrimonio "no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa, fuera de la muerte" (canon 1141). La propiedad esencial de la indisolubilidad se refiere a todos los matrimonios, también a los matrimonios celebrados entre no cristianos, porque se refiere al plan divino sobre el matrimonio: como afirma Juan Pablo II en su Discurso a la Rota Romana de 2002, "la naturaleza del hombre modelada por Dios mismo es la que proporciona la clave indispensable de lectura de las propiedades esenciales del matrimonio"; y también, "esta verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio, como todo el mensaje cristiano, está destinada a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos y lugares".
Ciertamente la Biblia, en el Antiguo Testamento, autorizó en ocasiones el repudio o divorcio, pero el Señor estableció la naturaleza original de la institución matrimonial: "por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así" (Mt 19, 8). Es más, las palabras del Señor son claras: "el que repudia a una mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla; y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10, 11-12). La Iglesia Católica, por lo tanto, es coherente al mantener la indisolubilidad del matrimonio. La Iglesia Católica quiere ser fiel al Señor, y no se le puede reprochar que sea fiel a unas enseñanzas del Señor tan claras como las que se han citado arriba.
La defensa de la indisolubilidad del matrimonio es un bien para la sociedad. La difusión de la mentalidad divorcista ha sido una auténtica epidemia -es el término que usa el Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, en el n. 47- y ha causado efectos devastadores en la sociedad. También esta doctrina es un bien para los mismos esposos, puesto que la indisolubilidad del matrimonio garantiza la estabilidad de la institución familiar, creando un ambiente idóneo para el pleno desarrollo de la personalidad de los cónyuges y más especialmente de los hijos del matrimonio. El matrimonio indisoluble ofrece verdadera seguridad de estabilidad para los hijos y los cónyuges.
Existen razones de derecho natural que apoyan la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; ante todo, la esencia misma del matrimonio como entrega total de los esposos hacia ellos y hacia su descendencia: tal entrega ha de ser de por vida, pues de otro modo se introduciría una reserva que haría que la entrega ya no fuera total porque está sometida a un término suspensivo, aunque éste quizá nunca se ejerza. Esta reserva en la entrega origina posibles desconfianzas y recelos mutuos. La experiencia en los países que admiten el divorcio confirma este planteamiento y afirman la veracidad de las duras palabras del Vaticano II que acabamos de citar.
Para entender mejor la indisolubilidad del matrimonio, se puede recordar que el matrimonio -como tantas instituciones humanas- no está sometido a la libertad de las partes: evidentemente las partes consienten en el matrimonio libremente, y ninguna potestad puede obligar a una persona a consentir. Pero no está dejado a la libre decisión de las partes la configuración del matrimonio. Los contrayentes se suman libremente a una institución de contornos bien definidos. Lo cual ocurre, como queda dicho, con muchas otras decisiones libres de las personas. Tampoco el legislador -el civil ni el eclesiástico- puede alterar los elementos esenciales del matrimonio, porque éstos se derivan de la naturaleza humana, y en cuanto tal, son inmutables. Es función del legislador reconocer las características esenciales del matrimonio y darles una adecuada regulación, pero no alterarlos. Lo mismo sucede con otras instituciones derivadas de la naturaleza humana, como las que se refieren, por poner un ejemplo, a los derechos humanos: el legislador no instituye derechos humanos, sino que los reconoce. Puede regular su ejercicio, pero sería injusto que no reconociera un derecho humano a una persona o a un grupo de personas.
Hemos de recordar también -de acuerdo con las enseñanzas de Benedicto XVI- que la naturaleza indisoluble del matrimonio no se deriva del compromiso definitivo de los contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza del vínculo matrimonial como ha sido establecido por el Creador: "Los contrayentes se deben comprometer de modo definitivo precisamente porque el matrimonio es así en el designio de la creación y de la redención" (Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana de 2007).
Algunas precisiones sobre la indisolubilidad del matrimonio
Existen algunas cuestiones que es necesario aclarar para entender en su justa medida la doctrina de la Iglesia acerca de la indisolubilidad del matrimonio. Básicamente, son dos cuestiones: la cuestión del posible divorcio en caso de adulterio o fornicación, y la posible disolución en caso de matrimonio no rato, o no consumado.
El matrimonio y el adulterio
En Mt 19, 9, en el pasaje paralelo al del evangelio de San Marcos ya citado, el Señor indica que "quien repudia a su mujer (salvo caso de fornicación) y se casa con otra, adultera". La cláusula que aparece entre paréntesis se puede traducir también como "en caso de adulterio".
Algunos han interpretado esta expresión como si fuese lícito el divorcio en caso de que una de las partes hubiera incurrido en adulterio. Más bien, se debe interpretar como que el Señor autoriza la separación del hombre y mujer que están viviendo juntos en libre unión extramatrimonial: es decir, el Señor aclara que es legítimo repudiar a la mujer si la unión no es matrimonial. De hecho, el Catecismo de la Iglesia Católica señala que "el divorcio es una ofensa grave a la ley natural" (n. 2384), por lo que no parece adecuado interpretar esta cláusula como si fuera legítimo el divorcio en caso de adulterio.
La especial firmeza del matrimonio rato y consumado
La Iglesia, fiel a las enseñanzas del Evangelio, reconoce su propia potestad para disolver el matrimonio en dos casos excepcionales, en el matrimonio que no es rato o no es consumado. En la primera epístola a los Corintios se instituye el llamado privilegio paulino:
l Co 7, 12-16: "A los demás les digo yo, no el Señor, que si algún hermano tiene mujer infiel [es decir, no bautizada] y ésta consiente en habitar con él, no la despida. Y si una mujer tiene marido infiel [no bautizado] y éste consiente en habitar con él, no lo abandone (...). Pero si la parte infiel se separa, que se separe. En tales casos no está esclavizado el hermano o la hermana, pues Dios nos ha llamado a la paz. ¿Qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido; y tú, marido, si salvarás a tu mujer?"
El Código de Derecho Canónico regula el privilegio paulino en los cánones 1143 al 1147. También se regulan supuestos semejantes en los cánones 1148 y 1149, que se han dado en llamar el privilegio petrino. En todos ellos el requisito indispensable es que el matrimonio no es sacramental, es decir, los contrayentes no son bautizados en el momento de contraer matrimonio.
Igualmente el canon 1142 señala que el Romano Pontífice puede conceder la gracia de disolver el matrimonio, si no ha sido consumado. Los cánones 1697 y siguientes regulan el modo de pedir esta gracia. Por eso, se puede concluir que el matrimonio rato o sacramental -el matrimonio celebrado entre bautizados- adquiere una especial firmeza; así lo reconoce el canon 1141:
Canon 1141: El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte.
Artículo relacionado: La dispensa del matrimonio rato y no consumado.
La indisolubilidad y los matrimonios en dificultades
Lamentablemente a veces se contempla la nulidad matrimonial como la solución a los matrimonios que tienen graves problemas. Ciertamente la declaración de nulidad solucionaría el problema de esos matrimonios; sin embargo, la Iglesia -los jueces eclesiásticos- no siempre declaran la nulidad en estos casos. Ello se debe a que la declaración de nulidad se refiere al hecho de que el matrimonio exista o no.
La Iglesia no quiere que los matrimonios con problemas sufran, pero no puede reconocer la disolución o divorcio de los matrimonios ni siquiera en los casos más graves. A la Iglesia no se le puede pedir que desoiga las enseñanzas de su Maestro, que en esta materia ha hablado de un modo tan claro. La Iglesia, sin embargo, no obliga a los cónyuges a vivir juntos si la situación familiar está seriamente deteriorada. En estos casos es posible pedir la separación permaneciendo el vínculo, y los jueces civiles suelen dictar medidas económicas -pensiones para un cónyuge o los hijos, uso de la casa y otros bienes- y familiares, como régimen de visitas y patria potestad de los hijos, satisfactorias dentro de la gravedad de la medida. La separación matrimonial soluciona los efectos negativos de un matrimonio conflictivo y garantiza la indisolubilidad del matrimonio.